Novela dickensiana a más no poder: relato histórico en el que se producen grandes cambios socioeconómicos, la Revolución Francesa; acerba crítica social de las desigualdades, en este caso del Antiguo Régimen, pero también del periodo posrevolucionario, el llamado Reinado del Terror; personajes arquetípicos que, aún en su extraordinaria redondez, son casi caricaturas; relato dramático no exento de toques irónicos que hacen soportable la crítica; o el carácter moralista e idealista del escritor que juzga con mano de hierro los desmanes humanos. Esas características, y alguna más, cocinadas a fuego lento y con el talento de un Charles Dickens consiguen hacer de la literatura, como dijo alguien, el placer más gozoso que se puede hacer vestido...
Pues sí, Historia de dos ciudades, es otra de las novelas redondas de Dickens, un prodigio de narrativa serena y profunda, pero a la vez amena y entretenida. El inicio (ya puse el primer párrafo en otra entrada de este blog) tiene un lirismo propio de prosa poética, mucho más de lo que es habitual en el inglés, que tiene una prosa menos rimbombante, es algo que choca, pero luego vuelve a la narración más llana, más suya.
El argumento es sencillo, pero a la vez enrevesado. Dickens pergeña la novela a camino entre Londres y París, con personajes franceses, los Manette y Charles Darnay, que tienen relaciones financieras con el Banco Tellson de Londres y, a través de éste, con otros ciudadanos ingleses. Los primeros en ser presentados son Lucie Manette y su padre, encarcelado por el Antiguo Régimen en Francia, que, gracias al banquero Lorry, consigue ser librado de La Bastilla. Paralelamente, en Londres se da otro juicio en el que Charles Darnay es acusado injustamente de espiar a favor de su país; aquí, gracias a un personaje secundario que irá creciendo conforme avanza la novela (Sydney Carton), conseguirá eludir la presión. Finalmente, Lucie Manette y Charles Darnay se casarán y tendrán dos criaturas, una de escasa vida. Darnay, a requerimiento de un amigo, Gabelle, acude a París; pero toda Francia, tras la Toma de la Bastilla, es puro frenesí revolucionario y Darnay es detenido como aristócrata y condenado a muerte. Por último, el reo conseguirá salvar su cabeza gracias al sacrificio supremo de ese personaje secundario, Carton, que intercambiará sus papeles en prisión.
Ese es, grosso modo, el argumento, pero Dickens lo enriquece con un montón de personajes secundarios que, como antes decía son verdaderos arquetipos. Como Monseigneur, arquetipo de una nobleza autista, incapaz de empatizar con el pueblo hambriento si no es para aprovecharse de él; o como la señora Defarge, arquetipo del pueblo vengativo y resentido que, aunque pleno de derecho de resarcimiento, lo pierde al confundir justicia con venganza. Esos personajes y otros muchos no son imprescindibles para explicar el argumento, pero permiten entenderlo plenamente y le da una verosimilitud al relato que pocos escritores son capaces de conseguir.
Hablaba antes del Dickens moralista, y es algo que se nota en toda la novela. No es un narrador indiferente sino plenamente involucrado en el bienestar de los personajes. Lo hace de forma directa cuando critica abiertamente situaciones sociales desfavorables para la mayoría social, e indirectamente creando personajes detestables y llenos de vicios para orientar al lector en el mismo sentido. Así, no deja títere con cabeza al censurar al Antiguo Régimen y la terrible sociedad dicotomizada que genera, apostando sin lugar a dudas por la Revolución Francesa como un avance necesario para la humanidad. Luego, sin embargo, reprueba ferozmente la deriva vengativa que toma al mostrar pantomimas de juicios en los que se acaba condenando sin pruebas a la decapitación, todo por un tribunal de borrachos.
Es ésta una novela de una profundidad psicológica sin igual, capaz de mover el corazón del lector más impertérrito, pero sin caer en sentimentalismo alguno, entretejiendo pequeñas vidas en los acontecimientos históricos más señeros. Algo, evidentemente, al alcance de muy pocos.
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