Todo tiene su lado negativo. Que un autor sea elevado al más elevado parnaso mundial hace que todos nos fijemos obnubilados en su extraordinaria capacidad de descripción, su maravillosa forma de narrar, las delicadas presentaciones psicológicas de sus personajes, la sibilina forma de pergeñar argumentos que deslumbran o su técnica de enganchar al lector con temas secundarios que acabarán por enlazar con el principal. Eso es, claro está, aplicable a Henry James. De nuevo, como con tantos "escritores victorianos" es uno de mis dilectos placeres, leerlos con parsimonia y dedicación. Pero una vez que ya has caído en las redes de un prosista como James uno puede perder de vista muchas cosas. Por hacer una analogía pictórica, sería como admirar la sensibilidad impresionista de Van Gogh, con esa luz maravillosa que todo lo inunda, con tonalidades cálidas que necesitan ese trazo tosco y brusco que anticipaba el impresionismo, pero no llegar a ver la denuncia social de su Los comedores de patatas, no percibir la búsqueda de la perfección divina en todos sus cuadros de campos de cereal a la luz del mediodía, o la angustia desesperada de su Anciano triste. Pongo esos tres ejemplos para recordarlos.
Los comedores de patatas. Yo sigo viendo denuncia social, aspecto que estuvo presente, según cuentan sus estudiosos, en el joven Vincent Van Gogh. Imagen tomada de Wikimedia Commons.
Trigal con cuervos. Van Gogh tuvo una fuerte espiritualidad toda su vida, intentando acceder al sacerdocio en su mocedad. Sigo viendo esa búsqueda de Dios en el tortuoso camino sobre el que se cierne la tormenta. Imagen tomada de Wikimedia Commons.
Anciano triste. Representación paradigmática de la depresión y la angustia. Imagen tomada del sitio historia-arte.com
En fin, sirvan esos tres Van Gogh para ilustrar cómo podemos quedarnos con la belleza artística y olvidar el tema oculto. Vuelvo a Henry James. Las descripciones sociales que hace el anglo-estadounidense son tan complejas que uno puede perderse fácilmente en ellas o elegir unas para olvidar otras. Lo cierto es que no me queda claro si se hace denuncia de injusticias sociales o se disfruta de una clase adinerada y acomodada sin mirar fuera de la urna repleta de algodón en la que se vive. Digo esto porque no puedo dejar de comparar a Dickens con James (craso error por mi parte, esto de comparar...). En Dickens es evidente la denuncia social que se hacía en el país más poderoso del planeta en su época; el inglés trata con mimo a la clase obrera ("working class" dicen ellos actualmente) poniendo en solfa las estúpidas pretensiones de una clase noble atontada con gustos ridículamente caros. Pero James, perteneciente a esa clase acomodada por herencia familiar (estuvo libre de tener que "ganarse la vida" gracias a la fortuna que amasó su abuelo) describe con minuciosidad el día a día de los ricachones sin siquiera mencionar la multitud de personas que se desviven sirviéndoles para que esos pocos puedan vivir a todo tren (supongo que, en aquella época, un diez por ciento de nobles y adláteres, y un noventa por ciento de gente que vivía al día en condiciones insalubres). Eso es lo que siento al leer Las alas de la paloma.
Inmensa virtud esta de la lectura, en la que uno no sólo asume lo que el escritor le muestra, sino que puede "leer entrelíneas" para sacar sus propias conclusiones, sean apropiadas o no. Porque, para qué engañarse, leer es interpretar, más aún, leer es pensar, opinar según tu criterio. Es por ello por lo que diferencio entre leer cual borrego lo que la industria editorial promociona a golpe de millones de euros y leer aquello que perdura en el tiempo tras la pérdida de interés económico.
Pues eso, leyendo bien, o sea, interpretando, interpreto que la sociedad acomodada en la que se movía el escritor anglo-estadounidense tenía todos los defectos y vicios de la clase trabajadora. Puede que no estuvieran manchados de hollín, que comieran caviar hasta estar ahítos en su vajilla de fina porcelana con su cubertería de plata, o que no tuvieran que preocuparse por las angustias financieras del mañana, pero las relaciones infames no faltaban. En Las alas de la paloma, el grotesco personaje tiránico de la Tía Maud, anciana rica que imponía el modo de vida a toda la familia que necesitaba su ayuda económica, tendría su homólogo "dickensiano" en los usureros Scrooge de Cuento de Navidad o Fagin en Oliver Twist; puede que la tía Maud no sea representada como un "judío repulsivo" (como lo representaba Dickens, el tema del antisemitismo es otro "temazo" a tener en cuenta...) pero en su "saber estar" de señorona amarga la vida de sus coetáneos como los antihéroes de Dickens.
Otro tema que se ha despertado en mi no siempre lúcida cabeza ha sido la sexualidad de Henry James. Claro, en un mundo tan prejuicioso y simplista como el nuestro (mucho más hace ciento treinta años, cuando se publica esta novela) el mero hecho de vivir toda una vida (setenta y dos años en el caso de James) sin, no ya matrimonio, sino siquiera relación romántica o platónica conocida, da pie a todo tipo de especulaciones. Pero yo no especulo porque el bueno de Henry se mantuviera célibe, sino por el estilo literario, más bien por su forma de describir sentimientos y pensamientos. Aquí, una vez más, me ciño a manidos estereotipos que, supuestamente, explica como piensa, actúa o escribe un heterosexual o un homosexual. Pero aun así, asumiéndolos como estereotipos o clichés, no he podido dejar de acordarme la forma de describir sentimientos de Marcel Proust, otro presunto homosexual escondido por obligaciones sociales. Lo cierto es que Henry James escribe en Las alas de la paloma desde un punto de vista femenino aun cuando hay algún personaje masculino importante (en realidad, sólo uno). Sus aproximaciones (¡ojo! James escribe en tercera persona como escritor omnisciente, o sea, la forma más frecuente de escribir) son las de Kate Croy o Milly Theale, incluso de la propia tía Maud o la acompañante de la americana, la señora Stringham. Tal vez sea la genialidad del escritor en cuestión, pero puedo asegurar, por mis propios pinitos juntando letras, que es francamente difícil escribir cambiando la sexualidad (que, por mucho que digan ciertos individuos políticos de la actualidad, no es un "constructo social" sino una realidad biológica insoslayable) de uno por la del otro sexo. De nuevo estereotípicamente, siempre se dijo que los mejores escritores varones que se posicionaban como mujeres eran los homosexuales declarados. Sí, ya sé que es un "topicazo" de tomo y lomo el que atribuye una sensibilidad desbordante (y, a menudo, desbordada) a las féminas, y una sensibilidad roma (y, a menudo, inexistente) para los hombres, pero lo cierto es que he creído estar leyendo a George Eliot (ya se sabe, "nom de plume" de Mary Ann Evans), a Jane Austen o a Charlotte Brontë... y, por qué no decirlo, a Marcel Proust.
Una de las novelas que más frustración me generó, precisamente, fue Middlemarch de George Eliot, no por su interminable extensión, sino por su ensimismamiento en esa clase adinerada que vivía de espaldas al mundo, emborrachados con el mejor champán francés traído del otro lado del océano, servido en finas copas de cristal de Bohemia. Ese mundo anacrónico e indiferente a todo y a todos está perfectamente reflejado en esta novela de Henry James, con sus personajes enredados en minucias románticas y sociales que para ellos, criaturas sin verdaderos problemas, son maremotos emocionales.
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