Una extraordinaria novela, con la excelsa calidad literaria con la que acostumbraba a escribir el Premio Nobel de literatura de 1978. Siempre suelo decir que leer a Singer es redescubrir una cultura europea que fue borrada del mapa (al menos del europeo, aunque subsista en Israel o en Estados Unidos) a golpe de asesinatos, pogromos y holocaustos. Me refiero, claro está, a la cultura judía asquenazí, que compartió suelo con las culturas rusa, polaca o alemana, que sufrió la intolerancia de lo peor de estas últimas (sus representantes políticos, sociales y militares) hasta dejar Europa central y del Este mucho más empobrecidas cultural y humanamente hablando. (Para ser honesto he de recordar que las culturas española y portuguesa habían hecho otro tanto en el siglo XV al extirpar de su seno a la cultura sefardí, quedando mucho más pobres y monocromáticas). Aunque, evidentemente, el asesinato de millones de seres humanos sea siempre mucho más traumático e inaceptable que la pérdida cultural que conlleva.
Bien, aparte de la remembranza de aquella cultura, leer a Singer también es un ejercicio de pureza lectora, de rendición ante la erudición palmaria. La prosa de Isaac Bashevis Singer es esmerada, cuidada, lenta, adjetivada, pero no pesada ni rebuscada; es, en muchos aspectos, semejante a la de Charles Dickens, aunque la producción de ambos escritores esté separada por más de un siglo.
Argumento: narra la vida de Jacob, un judío en la Polonia del siglo XVI; un hombre erudito de la altea de Josefov, estudioso de la Torá y el Talmud que pasa sus días en la estricta observancia de la ley mosaica. El pueblo de Josefov es arrasado por cosacos, la mayor parte de sus habitantes asesinados y el propio Jacob vendido como esclavo a un campesino, Jan Bzik, en la otra punta de Polonia. Allí comienza la segunda fase de la vida de Jacob: de ser un hombre cultivado y absorto en disquisiciones teológicas pasa a ser un mísero pastor sin sueldo ocupándose del ganado en una aldea de alta montaña. En la aldea se enamorará de la hija de su propietario, Wanda, la cual, a su vez, perderá el norte por el judío. Tras mucho resistirse por los prejuicios religiosos de un judío para los cristianos, acaba por rendirse a la atracción física de la campesina. Cuando esta nueva vida parece estable, se produce un nuevo vuelco en la vida de Jacob: unos judíos llegan a la aldea de alta montaña y lo compran pare reestablecerlo a su vida anterior, en un rico asentamiento judío en el que pueda volver a desempeñarse como teólogo y estudioso de los libros sagrados. Parece una vuelta a la vida a la que estaba predestinado, pero Jacob no puede olvidar a su campesina, intuyendo, además, que estará encinta de un hijo suyo. Ni corto ni perezoso, Jacob huye de esta vida acomodada pare volver a la aldea montañesa, allí se une a Wanda y ambos huyen hacia otro lugar de Polonia; entrarán en una aldea judía y tratarán de llevar una vida corriente, como una pareja judía, para lo que Wanda será rebautizada como Sara y fingirá ser sordomuda para disimular su desconocimiento de la lengua yidis. La fortuna no puede terminar de sonreír para la pareja y Sara (Wanda) muere en el parto, tras terribles dolores y habiendo hablado y gritado en polaco, dejando así en evidencia su origen gentil. Jacob, devastado, huye del pueblo y emigra a Tierra Santa, donde el hijo de Wanda, Benjamín, llegará a ser rabino. La novela termina con la vuelta de Jacob a tierras polacas veinte años más tarde, donde acabará muriendo y siendo enterrado junto a su amada Sara.
Todos esos vaivenes tiene la novela, pero están tan bien narrados que no se hacen inverosímiles en absoluto, antes al contrario: se esperan esos bruscos giros argumentales como algo natural en la barbarie de la época. El preciosismo de la prosa de Singer engancha de una manera que sólo un lector acostumbrado al "caviar Beluga literario" puede comprender.
Los personajes, con sus evoluciones, son absolutamente redondos, creíbles, tangibles casi. Me atrevo a decir que Isaac Bashevis Singer es uno de los mejores creadores de personajes precisamente por la minuciosa descripción que hace de su psique, de su personalidad, de sus vicisitudes vitales. Jacob en El esclavo no desmerece a Raskolnikoff en Crimen y castigo, las tribulaciones de ambos son sentidas por el lector como si él mismo las sufriera. Pero no ya los personajes principales, algunos secundarios que apenas son delineados por Singer contribuyen a dar empaque a la novela. A mí me ha entusiasmado el barquero del Vístula, una suerte de Diógenes de Sinope a orillas de dicho río, que, como si a la escuela cínica perteneciera afirma: "una cosa he aprendido en mi vida: no tomar afecto a nada. Tú posees una vaca o un caballo, y te conviertes en su esclavo. Te casas, y eres el esclavo de tu mujer, de tus bastardos y de su madre". Ese personaje da una nueva interpretación al título de la novela, aplicando ese término, "esclavo", no sólo a Jacob sino a todo el género humano, que, por vivir en el mundo, tiene que someterse a todas sus servidumbres.
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