Veinticuatro añitos tenía el bueno de Charles Dickens cuando pergeñó a Samuel Pickwick y el resto de personajes de esta extensa novela. Con tan corta edad, sin embargo, ya tenía la mente sólida que le acompañaría toda su vida, una inteligencia creativa pero a la vez moralista que dio las mejores páginas del saber humano, es decir, ese intelecto que nos dio una de las mejores cosas que puede hacer el mono con pantalones, y empezó con tan poco más de un par de décadas de vida.
Los papeles póstumos del Club Pickwick fueron publicados por entregas (como era habitual en la época y muy frecuente en Dickens) en la editorial londinense Chapman & Hall entre los años 1836 y 1837. Fue, por tanto, la primera novela publicada por el inglés, a la que seguirían joyas como Oliver Twist, David Copperfield, Historia de dos ciudades, Grandes esperanzas, Nuestro común amigo o La tienda de antigüedades, por nombrar unas pocas. Es una obra de juventud, pero se nota tan poco comparado con otros autores (quiero decir autores de verdad, no la basura de hoy en día) en los que se aprecian fallos argumentales o de creación de personajes, que sigue siendo hoy una novela fundamental al nivel de las que he citado antes. Con todo, sí se aprecia que la crítica social, tan frecuente en Dickens, es un poco más sutil, no tan acerba como en Oliver Twist o David Copperfield; sí, aquí también se despedaza a la sociedad victoriana, todo apariencia y crueldad, pero de una forma más suave. Quizá, al ser su primera novela, Dickens temía la respuesta de sus lectores que, no olvidemos, hace casi doscientos años no podían ser sino gentes acomodadas.
Grosso modo, la novela trata de las aventuras y desventuras del estrafalario caballero Samuel Pickwick, un tipo idealista y despreocupado que decide formar un club con otros tipos como él y recorrer Londres y el sur de Inglaterra. Fue concebida, claro está, como un entretenimiento culto pero no formal para las clases ilustradas de la Inglaterra de mitad del XIX (lo que ya he dominado otras veces como "literatura de té y pastas"), y como tal entretenimiento no podía ser sino una comedia ligera, algo que no infligiera daño alguno a los nobles corazones de esos señorones y señoronas británicas que podían darse el lujo de dedicar una hora diaria a la lectura de una pequeña publicación semanal. Pero, en realidad, no es una comedia pura, es más bien una tragicomedia, pues aun siendo risibles las aventuras y los personajes que las protagonizan, hay un cierto aura de tristeza que, unido a la crítica social (existente, pero, ya decía antes, no tan aguda como será en novelas posteriores) deja esa sensación agridulce propia de lo tragicómico (algo, por cierto, mucho más acorde con la realidad de la vida).
Tradicionalmente se ha equiparado Los papeles del Club Pickwick con Don Quijote, tanto en el planteamiento de las aventuras del caballero hidalgo por La Mancha como las del gentleman inglés por Londres, como en las evidentes semejanzas entre Don Quijote y Samuel Pickwick, y entre Sancho Panza y Sam Weller. Así, el idealismo de Quijote y de Pickwick, incapaces de comprender la maldad humana que es tan frecuente, contrasta con el pragmatismo de Sancho y de Weller, servidores y escuderos de sus señores y, en buena medida, protectores de los mismos. Igual que Sancho protegerá a su señor de las burlas y chanzas de los aldeanos (representación del conjunto de la sociedad), Sam Weller llegará a hacerse detener por unas deudas falsas para poder estar en la misma prisión que Pickwick y así librarle de todas las barbaridades a las que lo iban a someter la caterva de criminales allí encerrados.
Porque una vez más, es una constancia en Dickens, aparecen las famosas cárceles para deudores que tan comunes debieron ser en la Inglaterra victoriana. De hecho, el propio autor pasó años en aquellos terribles establecimientos penitenciarios en los que todo se vendía y compraba, dejándole una huella imborrable. Pickwick entrará en esa prisión por un tejemaneje urdido por leguleyos y picapleitos a instancias de una mujer, la señora Bardell, por un malentendido ridículo (que Pickwick entrara accidentalmente en su habitación asustándola, dándole pie a ella a que lo demande por "incumplimiento de promesa matrimonial", tan ridículo como eso).
También hay toques shakesperianos en la novela, como los amoríos simultáneos entre Winkle y Arabella Allen, y Sam Weller y la criada de aquélla, estrategia muy común en el teatro clásico.
En fin, Los papeles póstumos del Club Pickwick tienen esas características dickensianas típicas que identifican el autor al leer no más de diez o doce páginas. No tiene, sin embargo, la altísima redondez de otras novelas del autor, aunque el mero hecho de haber sido escritas para ser publicadas por entregas desvirtúe en buena medida el argumento ya que no existe la estructura clásica de "presentación, nudo y desenlace" que hemos asumido como fundamental de la narrativa; o, al menos, hay una presentación, un nudo y un desenlace en cada capítulo, que, al fin y al cabo, es la dosis diaria que disfrutaban los lectores.
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