Tengo la costumbre/manía, ya lo conté, de preparar el concierto que voy a escuchar con días de antelación. A mis cincuenta y tantos años, más de cuarenta de melómano, mi discoteca particular es francamente amplia, pero, en todo caso, hoy en día tenemos en internet un enorme repositorio de música clásica disponible en todo momento. Así, uno puede escuchar distintas versiones en función de las orquestas y directores más famosos para así anticipar lo que va a escuchar pocos días después. Tal vez sea una estupidez, pero a mí me gusta esa sensación de preparar la audición como si fuera un examen que uno ha de pasar, creo que se llega al concierto con una conciencia más clara de lo que va a escuchar y se disfruta con mayor plenitud del mismo.
Bueno, pues eso mismo hice del concierto de ayer, pero he de reconocer que he escuchado muy poquito a un par de autores y un "muchito" al otro. ¿Se prevé cuál? Pues sí, entono un mea culpa sobre rendirme a la calidad conocida en lugar de la supuesta bondad desconocida; vamos, que he escuchado mucho la Segunda Sinfonía de Beethoven y muy poco las obras de Liádov y Kabalevski.
En fin, este fue el octavo concierto de abono de la temporada 23-24 de la OSCyL, y comenzó con tres pequeñas obras de Anatoli Liádov. Liádov destacó precisamente (además de como discípulo aventajado de Rimski-Kórsakov) como gran compositor de poemas sinfónicos de pequeña duración, muchos de ellos inspirados en leyendas o lugares rusos. Tres "miniaturas" nos presenta la OSCyL hoy: Baba-Yaga, El lago encantado y Kikimora. La primera hace referencia a una suerte de bruja que devora niños traviesos, uno de esos personajes para conseguir que los niños se porten bien y que son tan frecuentes en la cultura tradicional europea. La música de Liádov para representar a esta bruja no podía sino ser enérgica e impactante, me recordó notablemente a Una noche en el Monte Pelado de Músorsgski; la temática, sin duda, es semejante. El lago encantado tiene un tempo y unas melodías opuestos. Como en todo poema sinfónico que se precie, el oyente con sensibilidad puede llegar a "ver" las imágenes que el compositor pone en su cabeza, en este caso el movimiento de las aguas mecidas por el viento se "sienten" perfectamente, tanto como en otros poemas sinfónicos más conocidos que también tienen que ver con las aguas, léase La mer de Debussy o El Moldava de Smetana, por ejemplo. Kikimora es otro corto poema sinfónico de Liádov que describe otra criatura mitológica del folclore eslavo, una criatura doméstica que tiene que ver, por lo visto, con las pesadillas nocturnas.
Luego llega el turno de Dmitri Kabalevski y su Concierto para violonchelo y orquesta nº 2. Aquí es donde un servidor pasaba de esa pieza a la Segunda Sinfonía de Beethoven cuando lo escuchaba en el reproductor de música. Parece ser que Kabalevski (1904-1987) comulgó plenamente con el el comunismo soviético en el que vivió la práctica totalidad de su vida; esto explica la gran cantidad de "obras musicales patrióticas" que compuso para ensalzar las supuestas bondades de la Revolución comunista. Esas obras apenas han tenido representación en Europa Occidental, siendo justamente las sinfonías y los conciertos para violín y piano los que traspasaron las fronteras de la Unión Soviética. En todo caso, el Concierto para violonchelo y orquesta nº 2 no es una obra de fácil audición par el público general. Uno puede disfrutar con la virtuosidad del chelista (en este caso, el británico Steven Isserlis) y su extraordinaria compenetración con el instrumento, pero es de reconocer que la obra de Kabalevski es francamente áspera y difícil de escuchar. Es curioso, porque, como es sabido, en estos conciertos, el solista regala al público un bis para agradecer los aplausos, y normalmente elige una pieza mucho más conocida (en el caso de ayer, de Bach) que acaba por conseguir que el gran público del auditorio se reconcilie plenamente con el instrumentista, es como si todos dijeran "ah, sí, esto sí".
Y, tras el descanso, la Segunda Sinfonía de Beethoven. En la primera reseña de los conciertos de abono de esta temporada ya comenté la magna intención que se había autoimpuesto la OSCyL de representar las nueves sinfonías de Beethoven a los largo de tres temporadas. La notable dificultad de escenificar las nueve maravillas de Beethoven hace imprescindible disponer de varios años para llevarla a cabo. Pero, claro, además están los tres periodos básicos en los que los musicólogos dividen la obra de Beethoven: temprano, medio y tardío. En el periodo temprano (hasta 1802) la influencia de Haydn y Mozart es evidente, aunque la personalidad del genio de Bonn ya se hace notar, pero las obras compuestas en ese tiempo (las dos primeras sinfonías, los seis cuartetos para cuerdas, los dos primeros conciertos para piano o la primera docena de sonatas para piano) encajan perfectamente en la pureza del Clasicismo musical con ese equilibrio, ese rechazo de excesos del periodo barroco. La Sinfonía nº 2 en concreto es una belleza sin mácula, excelsa, que lo reconcilia a uno con el ser humano en sus mejores manifestaciones artísticas. Sus cuatro movimientos rozan lo sublime, pero el scherzo del tercero, con su alegría de baile, de minuetto es de una jovialidad magnífica. El bueno de Beethoven, con su sordera, su carácter huraño y su misantropía compuso con la Segunda Sinfonía, sin embargo, una oda a la vida, a la reconciliación y al amor. No llega a los extremos de optimismo de la Sexta Sinfonía (la Pastoral), claro, pero sí es una obra que se regocija en la vida. Una verdadera maravilla a escuchar cuando uno tenga uno de esos días bajos de ánimo.
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