Hay
un momento en la vida de todo depresivo en el que ya sabes que no hay
vuelta atrás. Un punto de no retorno: cuando las personas que
comparten tu vida, aquellas que realmente te quieren, se cansan de
sacarte a flote una y otra vez; puede ser tu pareja, tus amigos, tus
hijos, tus padres... los mismos que se han apiadado -y a los que has
explotado sintiéndote bien como víctima, haciéndote “el
enfermito”- una y otra vez. Pero todo tiene un límite en la vida.
Incluso ellos, que realmente te quieren, se cansan de la situación
sin solución que recurrentemente les exige unas fuerzas de las que
no están sobrados, al fin y al cabo ellos también tienen que vivir.
Es, por tanto, un cansancio justificado y comprensible, pero deja al
depresivo con la certeza de que está totalmente a merced de la
tormenta interior que lo arrastra al fondo como si estuviera vestido
con un traje de plomo, no hay nada que hacer, por mucho que trates de
flotar la depresión te hundirá. No se está solo, pero llega un
momento en el que te tienen que dejar hundir... he podido constatar
personalmente en los que me rodean, agotados, asfixiados como están.
Convivir
con un depresivo es algo que normalmente no es tenido en cuenta por
la mayor parte de los psicólogos. Tan solo en el caso de niños y
jóvenes, a los que no se suponen estrategias suficientes para luchar
contra la depresión. En terapia antidepresiva, a la que llevo años
infructuosamente adherido, no hay gran atención al “otro”, al
que sufre la depresión de su pareja, de su amigo, de su familiar.
Nadie parece entender el inmenso cansancio, frustración y
agotamiento que los depresivos generamos en los que nos rodean. En
algunos casos nos han elegido -parejas, amigos- en otros no
-familiares- pero todos sufren el mismo tipo de estrés.
El
enfermo depresivo -le voy a dar el sobrenombre de enfermedad, pues su
cronicidad lo convierte en patología- es como un niño mimado que
requiere a todas horas a su mamá. Desde fuera, o mejor dicho sin
sensibilidad, pareciera que simplemente es eso, alguien que quiere
atención en todo momento... y poco más. Por supuesto, los suicidios
desmienten este extremo, además del grado extremo de frustración y
sinvivir del que normalmente es consciente el propio enfermo. Por
otra parte, llegado al punto de no retorno del que antes hablaba de
cansancio del otro junto con la práctica ausencia de vida social
hace que el depresivo acabe normalmente solo, ya no es por tanto
posible “llamar la atención”.
Es
frecuente que el depresivo, individuo dotado de una extremada
sensibilidad, llegue a acusar a sus acompañantes de falta de la
misma, de indiferencia, de pasividad... de dejarle hundirse, pero
suele ocurrir que, cuando azota la galerna de la depresión, las
escasas fuerzas y atenciones del enfermo están puestas en sí mismo
y en su posible salvación – a veces no, a veces hay un gusto
morboso en dejarse hundir- y los cuidados de los otros siempre saben
a poco.
Los
síntomas claros de la depresión -pensamiento negativo, insomnio,
cansancio crónico, falta de contacto social, nula resiliencia,
incluso molestias o dolores físicos- se acentúan cíclicamente como
un recordatorio de tu personal arquitectura psíquica. Dichos
síntomas afectan también al acompañante hasta el punto de hacer
imposible una vida en familia o una amistad. Sería muy interesante
que la psicología moderna tomara más en cuenta a los acompañantes
del depresivo, que entraran a terapia, tanto solos como con el
enfermo, para tratar de sobrellevar, me temo que no es posible la
cura total, la enfermedad.
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