lunes, 1 de julio de 2013

Fragmento del VIII capítulo de mi novela: "Dulce et decorum est pro patria mori"

VIII JOÃO PINTO





Refunfuñando, João Pinto empujaba su humilde embarcación varada en los arenales de Punta Umbría. Le pesaban sus cincuenta y seis años y la dureza de la pesca del langostino con trasmallo. Cuando iba con Juan, su chico de quince años, era otra cosa; la fuerza de la juventud lo podía todo. ¡Quién lo diría ahora, viéndole en sus años mozos en su Faro natal con el contrabando de tabaco y lo que se terciase entre Ayamonte y Vila Real! En aquella época prefería hacerlo todo solo, aunque abarcara poco, pero al menos no tenía que obedecer a nadie ni compartir las exiguas ganancias. Aquello sí era una vida frenética, siempre a escondidas de los agentes de la Guardia Nacional Republicana, corriendo de un lado para otro hasta que, era inevitable, los guardias le atraparan. Luego los tres años en el Penal de Faro y después su huida a España; conocer a Carmen en una verbena, enamorarse, sentar cabeza; ponerse a trabajar con su suegro en el langostino; la venida al mundo de Juan y Mari Carmen... así hasta hoy. Una vida azarosa y siempre al límite en lo material. João ya no era el de las correrías por el Algarve, solo quería vivir tranquilo, que sus chicos (ya casi hombre y mujer) se adentraran en la procelosa adultez sin los agobios que él pasó.



En 1943, Punta Umbría todavía pertenecía administrativamente a Cartaya. Era una pequeña aldea marinera con gentes humildes y trabajadoras que apenas llegaban a entender que vivían en un medio paradisíaco. Los que sí que entendían esto a la perfección eran las crecientes burguesías onubense y sevillana que, recuperándose lentamente de la Guerra Civil, comenzaban a disfrutar sus privilegios sociales a orillas del Atlántico, entre dunas y pinares. Estos no tenían nada que ver con João y su familia, les sobraba el dinero, las ganas de gastarlo y la alegría del derroche.



João y su familia se apañaban bien con el langostino. Carmen como ama de casa aunque a veces, sobre todo en verano, limpiaba casas de veraneantes; Juan, a sus quince años, ya había dejado los estudios y zascandileaba con los amigos por el pueblo y sus alrededores cuando no trabajaba con su padre; Mari Carmen, una mocita de doce años, todavía no había empezado a flirtear con los chicos y ayudaba en lo que podía a su madre. Esas eran todas las preocupaciones de João... y no quería más. Quería envejecer pacíficamente con su Carmen y ver sanos y fuertes a sus hijos.



  • ¡Juan! ¿Dónde has estado todo el santo día? Tu padre te ha estado buscando... ya verás cuando vuelva...
  • Con la pandilla... como siempre...
  • ¡Bendita pandilla! Mira, Juan: ya es hora de que vayas sentando la cabeza. Eres casi un hombre. Si no quieres ayudar a tu padre, al menos podías buscar trabajo en los chalés que están construyendo aquí al lado. ¿Por qué no hablas con don Carlos, el aparejador, a ver si te encuentra algo?
  • ¡Qué sí, madre, qué sí, mañana hablaré con él!

Pocas horas después, ya al anochecer, volvió João, requirió a su hijo para acarrear la pesca del día hasta la cercana lonja.

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