Cuando estoy con esta gente (Dostoyevski, Tolstoi, Proust...) entiendo por qué leer es mi refugio principal ante la mezquindad de la vida que nos ha tocado vivir; es como si todo se detuviese, como si no existiera nada fuera de las casi mil páginas que tengo delante. En verdad, la lectura de Dostoyevski me traslada una extraña tranquilidad basada en la atemporalidad absoluta del texto que disipa la ansiedad existencial que a todo ser racional acompaña.
El idiota narra la vida del príncipe Myshkin, un dechado de virtudes humanas, si no fuera porque es considerado como tal idiota por el resto de sus coetáneos. Por encima de todas, la virtud principal del personaje es la humildad, pues siendo ejemplo a seguir para todos, se conduce con una modestia que lo engrandece más aún. Es probable que no haya muchas semejanzas entre las sociedades rusa y española, sobre todo si se piensa en la Rusia zarista y la España contemporánea, pero sí coinciden ambas en tener a la soberbia (primer pecado capital, recuerdo) como más frecuente defecto entre sus ciudadanos (increíblemente, en países como el nuestro, la soberbia es considerada una virtud, así, los ensoberbecidos y vanidosos llegan a las más altas cotas de la desnaturalizada sociedad).
Así que, viendo las diferencias que pueden existir entre este y aquel país, esta y aquella sociedad, no se puede colegir otra cosa que no sea que el orgullo, la altivez, el engreimiento, la fatuidad son atributos esenciales de ese animal degenerado que es el hombre.
En contraposición a sus contemporáneos, Myshkin es arquetipo de virtudes, un Jesucristo renacido entre lobos al igual que lo hiciera el primigenio. Sufrirá el desprecio de todos que, puestos en evidencia por la candidez del príncipe, no soportan su propia iniquidad.
Novela escrita en torno al año 1866, es difícil encontrar alguna diferencia importante con la sociedad de 2015.
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