Ahora que el escritor ya no es un ser anónimo, sino un
sujeto expuesto a todos tipo de exhibiciones impúdicas, sorprende que
haya autores que hayan desarrollado una inequívoca vocación de
permanecer invisibles. No debiera sorprender que el escritor escoja el
silencio. Al fin y al cabo la soledad es elemento imprescindible de la
escritura. Lo que tendría que causar estupor son los autores que buscan
denodadamente el bullicio como si fuesen modelos que desfilan en la
pasarela. J. D. Salinger, Thomas Pynchon o Cormac McCarthy apostaron por
el anonimato, incluso la misantropía, haciendo que el aura de misterio
acrecentase su espléndida obra.
Hay muchas formas de desaparecer. Juan Rulfo escribió dos
obras extraordinarias -'Pedro Páramo' y 'El llano en llamas'- y se
refugió en el silencio. Nunca abandonó la pluma, pero no quiso entregar
nada a la imprenta. Como si ya lo hubiera dicho todo. Desde que nació
parecía predestinado a pasar desapercibido. Vino al mundo en Pulco, un
pueblo que ni siquiera aparece en los mapas, y se crió en un orfanato.
"El pánico que le tengo yo a la multitud, a la gente, es una cosa
congénita", solía decir Rulfo.
Uno de los más grandes escritores latinoamericanos, Juan
Carlos Onetti, de carácter hosco y retraído, pasó los últimos años de su
vida en la cama, alejado del mundo. Un amigo definió al escritor
uruguayo como un "juntasilencios". En una ocasión dejó plantado en la
Sorbona a unos cien estudiantes que se congregaron para rendirle
homenaje. Sus enclaustramientos llegaron a ser proverbiales. Ejerció la
presidencia del I Congreso Internacional de Escritores, celebrado en
Gran Canaria, encerrado en su cuarto, del que solo salía para ir al bar a
beber acompañado de su gran amigo Juan Rulfo. No acudió a la cena de
honor que le organizaron para festejar la concesión del Premio
Cervantes, que le dieron en 1980, a pesar de que era esperado por los
Reyes.
El paradigma de escritor furtivo es J. D. Salinger. El
autor de 'El guardián entre el centeno' hizo de sus escapadas de su casa
de New Hampshire todo un acontecimiento. Tanto es así que su presencia
suscitaba tanta expectación como una aparición mariana. No se sabe muy
bien por qué Salinger eligió la vida del ermitaño. Desde 1965 el
prosista no entregó una sola línea a la imprenta. El escritor, que murió
en 2009, se hizo querer tanto que cualquier cotilleo sobre su persona
se elevaba a la categoría de noticia. Su hija Margaret le describió como
un tirano y maltratador con extrañas manías, como la de beberse su
propia orina para depurar su organismo. "No me extraña en absoluto que
su mundo esté tan vacío de personas reales ni que sus personajes de
ficción se suiciden tan a menudo", escribió Margaret Salinger en una
biografía implacable que en España publicó Debate.
Entrevistas, pocas
Comarc McCarthy tiene por norma conceder una entrevista
cada diez años. Lo poco que se sabe de su persona procede una entrevista
en 'The New York Times' y un perfil en 'Vanity Fair'. Su única
concesión al espectáculo fue una aparición por sorpresa en el programa
televisivo de Oprah Winfrey. La entrevista fue fiasco. Durante toda la
conversación el escritor mantuvo un tono seco y cortante. Cuando
terminó, los devotos de McCarthy, que son legión desde la publicación de
'Meridiano de sangre', seguían sin saber nada de él. Por no saber,
nadie sabe dónde vive, si en El Paso, Knoxville, Galveston o Santa Fe.
Lo único cierto es que su hogar está cerca de la frontera mexicana.
Si McCarthy puede jactarse de ser esquivo con la prensa,
Thomas Pynchon le aventaja: jamás ha concedido una entrevista. Por un
tiempo se creyó que este eremita de la literatura era en realidad J. D.
Salinger, pero los hechos se encargaron de refutarlo. Cuando le dieron
el National Book Award envió a recogerlo a un cómico que dio las gracias
por el galardón a Brezhnev, Kissinger y Truman Capote. Pynchon, sin
embargo, se ha permitido algunas humoradas, como cuando prestó su voz
para interpretar a su personaje en dos episodios de 'Los Simpsons'. Eso
sí, el personaje de Pynchon se cuida de cubrir su rostro con una bolsa
de papel.
Como Rulfo, la española Carmen Laforet fue una escritora
condenada al silencio, un silencio que se impuso ella misma. Siendo muy
joven publicó, en 1944, 'Nada', un éxito que tuvo un efecto pernicioso:
acreció su inseguridad patológica, circunstancia que le hizo rehuir el
contacto social. Acabó sus días padeciendo una enfermedad degenerativa
que devastó su memoria.
Elfriede Jelinek hubiera querido que le tragase la tierra
el día que le concedieron el Nobel de Literatura en 2004. La escritora
austríaca no pudo recoger el galardón por su fobia social. Ante la
ausencia de la homenajeada, la Academia sueca optó por exhibir un vídeo
en el que se mostraba a Jelinek y algunas escenas cotidianas cerca de su
domicilio en Viena.
La norteamericana Joyce Carol Oates forma parte también de
ese selecto club de escritores clandestinos. Es tan celosa de su
intimidad que una de sus biografías se titula, no en balde, 'Escritora
invisible'. Aunque desprecia las invitaciones que se le hacen y es
alérgica a la vida mundana, no pasa desapercibida. Su grafomanía es tal
que no hay año sin que publique uno o dos títulos.
Don de DeLillo, que narrativamente sigue los pasos de
Pynchon, escribió toda una novela sobre el síndrome de Salinger. En 'Mao
II', de 1991, DeLillo aborda las tensiones entre el individuo y los
colectivos que tratan de anular la personalidad en pro de un ideal
superior. Todos estos escritores ocultos debe de haberse dado cuenta de
que la estrategia de la distracción es la mejor manera para que cobre
protagonismo lo verdaderamente relevante de un autor: su obra.
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