Al margen de la maestría en la descripción psicológica de los personajes, El jugador es un increíble fresco de la miseria de las ambiciones humanas. Para ser sincero, cuando leía esta novela breve pensaba en la semejanza entre el estereotipo ruso y el español: tipos presuntuosos, engreídos, con un afán desmedido por la riqueza súbita (recuérdese la famosa época del "pelotazo"); sin embargo, ampliando un poco las iras se ha de admitir que, en realidad, es un reflejo de la sociedad humana en general, independientemente de que hablemos de rusos, de españoles o de laosianos.
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En todo hombre, en toda mujer vive un pálpito ruin y mezquino que le impulsa a ser mejor que el otro. Esto en una sociedad capitalista no puede ser más que por el acúmulo del dinero y la ostentación del poder. En El jugador están representados desde la abuela aparentemente inmortal y a quien todos desean la muerte para poder heredar, que es incapaz de controlarse y dilapida su fortuna apostando kopek tras kopek aunque es consciente de que lo perderá todo; pasando por el ampuloso general, todo honor, todo altivez, todo arrogancia, ningún dinero, ningún escrúpulo; hasta los jóvenes arribistas (como el protagonista, evidente álter ego de Dosto) que juega a acompañar, seducir y de paso robar lo que pueden; por no hablar de las jóvenes que acompañan a la troupe, poco más que putas finas. Es, en realidad, un panorama desolador, sobre todo por su extraordinaria verosimilitud. Puede que no vivamos en estas ciudades centroeuropeas de finales del XIX que se disfrazaban como balnearios para ser poco menos que antros de perdición y prostitución, pero en nuestras modernas ciudades millones de sepulcros blanqueados viven y mueren en condiciones de inmoralidad extrema, tal cual Dosto nos pinta.
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