Mira que lo digo siempre: que no me gusta leer novela contemporánea, que me llevo muchas desilusiones... Pues nada, erre que erre. Lo que pasa es que incluso a un tipo como yo le regalan libros, y claro, se siente uno forzado a leerlo, sobre todo cuando la persona que lo regala, como es el caso, es querido por uno. Para más inri, recibir un libro de un premio Nobel, admirado por millones, odiado por muchos miles (especialmente en su propio país) estimula a la lectura. Me lancé a ella, pues.
Pero no hubo forma. Lo intenté con firmeza, créanme. Además lo hice en un momento en el que uso la lectura para aislarme de todo lo que me rodea y se me pase todo más rápido, es decir en un viaje en avión, una maldición moderna más. Fueron casi tres horas de vuelo, más las dos horas preceptivas de espera, más hora y pico de retraso, más... o sea, poco más o menos medio día. En ese medio día liquidé una tercera parte del libro, pero cada vez que empezaba un capítulo suspiraba (tanto por el viaje interminable como por el libro con el que me automartirizaba).
No me gustó Nieve, lo siento. No me gustó el tema (la polifacética idiosincrasia social turca, a medio camino entre Oriente y Occidente, pero con características propias y diferenciadas de uno y otro lado) ni la forma de contarlo (descripciones muy detalladas, con muy poco diálogo).
Cuando el viaje terminó, el Todopoderoso sea alabado, decidí que no iba a seguir con este autoinfligido castigo y di por acabada la lectura. No me gusta hacer esto, pero menos obligarme a leer; para mí la lectura es algo placentero o, al menos, interesante y adictivo. Con Pamuk no encontré placer, interés y menos aún adicción.
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