No tengo claro si Emilio Carrere nació antes de tiempo o en un país que no le correspondía, porque desde luego otro gallo le hubiera cantado si hubiese nacido en tierras anglosajonas a uno u otro lado del charco, o lo hubiese hecho en España pero un siglo más tarde. Pero lo cierto es que Carrere nació en Madrid en 1881 y fue narrador talentoso, especialmente interesado en tema fantasmagórico, de terror, fantástico o como se quiera llamar. La literatura patria iba por otros derroteros, con un realismo aplastante, con enormes autores como Pérez Galdós, Blasco Ibáñez, Pardo Bazán, luego reforzado por la Generación del 98... vamos, que el gusto por la temática llamada gótica que tanto y tan bien arraigó en la literatura anglosajona a finales del XIX y principios del XX, no caló con intensidad en la piel de toro. Pero, además, leyendo a Carrere se da uno cuenta de que algunas novelas y relatos suyos son impublicables por la situación social y política de nuestro país; de hecho, varios de los relatos incluidos en este pequeño tomo de la editorial Valdemar entrarían en esa categoría, luego explicaré por qué.
Por cierto, es de agradecer que la editorial que está haciendo más por editar de nuevo estos textos que habían caído en el olvido, haya tenido a bien acordarse de don Emilio. El relato que han elegido para dar título a su volumen, La casa de la cruz, no es, ni con mucho, el mejor de los contenidos; en mi opinión, el mejor es Un crimen inverosímil, que luego el propio autor ampliaría hasta formar la novela breve La torre de los siete jorobados, que adaptaría al cine Edgar Neville, lo que ocurre es que la propia editorial Valdemar ya había editado esta novela en otro volumen.
He dicho antes que algunos de los relatos aquí contenidos serían impublicables en la España de casi todo el siglo XX, y lo argumento: se hacen críticas mordaces y claras (la mayoría, absolutamente irrefutables) sobre la oscuridad mafiosa de la Iglesia católica, sus métodos gansteriles para aborregar a la población, así como denuncia de presbíteros que preñaban doncellas y obispos presos de la gula que amasaban fortunas baboseando a los nobles y ricos locales; además, algunos pasajes están "subidos de tono", entrando en un erotismo sin ambages, que en la puritana España de finales del XIX y principios del XX hubieran sido clasificados como pornográficos. Vamos, que los poderes fácticos sociales y políticos (léase, la Santa Madre Iglesia y sus acólitos) no hubieran permitido jamás que novelas de este cariz hubieran visto la luz.
Al margen de ese erotismo que hoy parece ingenuo e inocuo, y esas críticas acerbas a la religión que hoy se aceptarían con naturalidad desde ese mismo estamento social, la narrativa de Emilio Carrere tiene una calidad más que suficiente para convertirse en una rara avis de su época, un escritor sui géneris, que no siguió norma alguna sino la que su gusto le marcaba. No me cabe duda, ya digo, del diferente trato que hubiera recibido si hubiese nacido en la tierra de Dickens, por ejemplo, allí, seguramente, hubiera sido considerado escritor ejemplar e imitado por multitud de diletantes y aficionados a la literatura fantástica.
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