Dos de los más preclaros escritores -e intelectuales- de la España que nos ha tocado vivir, Antonio Muñoz Molina y Enrique Vila-Matas, a vueltas con la singularidad del pensador, siempre a contracorriente de la masa; interpretación más política y social en el andaluz y más literaria en el catalán. Copio y pego:
Recuérdalo tú (Antonio Muñoz Molina)
Durante el franquismo, en los últimos años, que son los que yo
recuerdo, antifranquistas había muy pocos. Y demócratas menos aún. Yo,
por ejemplo, y la gente con la que yo trataba, con la que reunía, junto a
la que participaba en asambleas y reuniones más o menos conspiratorias:
Éramos antifranquistas, pero no éramos demócratas. Creíamos que la
República democrática alemana era democrática y que la república federal
era neonazi, cosas así. Y que la revolución cultural de Mao era una
especie de gran recreo antiautoritario colectivo. Cuando empezó a haber
más antifranquistas fue después del franquismo. Cuántos más años pasan
más antifranquistas vehementes aparecen. Dentro de poco habrá tantos que
será posible evitar, retrospectivamente, que Franco se muera en la
cama. Cualquier día casi podemos dar la vuelta a la batalla del Ebro. El
número de antifranquistas no para de crecer, bastante más que el de
demócratas.
Iba por la calle en Madrid en esta noche silenciosa y cálida, con su
silencio de derrota deportiva, y pensaba que casi todas las ideas que me
parecen fundamentales son minoritarias, o están en declive. o
desacreditadas. Como soy demócrata -he ido aprendiendo- acepto la regla
de las mayorías, a condición de que no desbarate el imperio de la ley.
Como soy demócrata, vindico mi derecho a lo minoritario, a lo exiguo.
Agitación en la red (Enrique Vila-Matas)
Dos prácticas ya habituales de Internet: el acoso masivo y las
injerencias especialmente toscas en lo que se escribe. ¿Los acosadores?
Colectivos de cuervos que censuran a aquellos que se distancian de lo
que mastica el vulgo. Pensar por cuenta propia es perseguido. Se busca
uniformidad y por eso, en medio de tanta gris disciplina, sonaron
singulares las palabras de Raimon al recibir el premio de Honor de las
Letras Catalanas: “Yo no soy de los míos, cuando los míos quieren que
sea como ellos querrían y no como saben que soy”.
Fueron palabras que generaron agitación en la Red, y hubo más de un
merluzo que no las entendió por “enrevesadas”. ¿Será que hay quien ya
sólo alcanza a captar las simplonas sentencias de su tribu?
Es el nosotros ante el yo. No hay día en que no se extienda más la
distancia entre colectividad y singularidad, entre masa y ser ciudadano.
Nada nuevo bajo el sol, de acuerdo, pero pienso en buenos articulistas,
por ejemplo, que han conocido injustos linchamientos en la Red; la
forma innoble de acosarlos me ha remitido siempre a Robert Musil, Sobre la estupidez:
“De modo especial, una cierta clase media-baja del espíritu y del alma
pierde totalmente el pudor ante su necesidad de presumir tan pronto como
ve que le está permitido —bajo la protección del partido, la nación, la
secta o la corriente artística— decir nosotros en lugar de yo”.
¿Y qué decir del infinito número de presumidas injerencias en lo que
se escribe? ¿Se imaginan a su escritor favorito —pongamos Montaigne—
interrumpido y corregido por las opiniones de sus vecinos más rústicos?
¿Qué habría sido de sus Ensayos?
Antes los articulistas aún podían concentrarse en su trabajo, pero
hoy van camino de convertirse en esclavos de una concepción
distorsionada de la participación, pues tienen acceso a reacciones
inmediatas de lo que han escrito: en general, comentarios que muerden y
excitan el espíritu de confrontación.
De esto hablaba Sergi Pàmies —flamante y merecidísimo premio Vázquez
Montalbán— en un ya antiguo artículo en el que decía que ese espíritu de
confrontación provoca que a veces el opinador dedique más tiempo a
leer, responder, contradecir, matizar y debatir que al trabajo, lo que
le aleja de lo más importante: meditar sobre el próximo artículo y, sin
saber nunca cómo será interpretado, mantener el placer de trabajar para
una mayoría de lectores que, con buen criterio, no sienten la necesidad
de comunicarse con el autor.
Estas palabras de Pàmies fueron glosadas en su momento por el
veterano y gran articulista Josep María Espinàs, quien, tras explicar
que no tenía ordenador y por tanto no estaba felizmente al corriente de
las injerencias de los pesados, concluía impasible, con envidiable flema
británico-catalana: “Sólo aspiro a seguir trabajando tranquilo. Por lo
demás, siempre ha habido lectores que te aprueban y otros que te
suspenden”.
Exacto, deberíamos desneurotizar el asunto y ser tan impasibles como
Espinàs, me digo. Pero en ese momento todo vuelve a moverse y me agarro a
la barandilla.