Una de las mayores locuras del sistema educativo español –también una
de las más paletas– ha sido la implantación, no sé en cuántas
comunidades autónomas, de lo que sus responsables bautizaron pomposa e
ilusamente como “enseñanza bilingüe”, consistente en que los alumnos
estudien algunas asignaturas en español y otras en inglés. Pongamos que
Ciencias Naturales –o como se llame su equivalente en la actualidad– se
imparte exclusivamente en la lengua de Elton John. Bien. Los encargados
de las clases no son, sin embargo, salvo excepción, nativos británicos
ni estadounidenses ni australianos ni irlandeses, sino individuos de
Langreo, Orihuela, Requena, Conil o Mejorada del Campo que se supone que
dominan dicha lengua. Pero, por cuanto me cuentan personas que trabajan
en colegios e institutos –y absolutamente todas coinciden–, esos
profesores poseen un conocimiento precario del idioma, de nuevo salvo
excepción; lo chapurrean, por lo general tienen pésimo acento o ignoran
la pronunciación correcta de numerosas palabras, su sintaxis y su
gramática tienden a ser mera copia de las del castellano, y además, en
cuanto se encuentran con una dificultad insalvable, recurren un rato a
esta última lengua, sabedores de que es la que los estudiantes sí
entienden. El resultado es un desastre total (ni enseñanza ni bilingüe):
los chicos salen sin saber nada de inglés y aún menos de Ciencias o de
las asignaturas que hayan caído bajo el dominio del presunto o falso
inglés. Al parecer no se enteran, dormitan o juegan a los barcos (si es
que aún se juega a eso) mientras los individuos de Orihuela o Conil
sueltan absurdos macarrónicos en una especie de no-idioma. Algo
ininteligible hasta para un nativo, un farfulleo, una ristra de vocablos
quizá aprendidos el día antes en Internet, un mejunje, un chapoteo
verbal.
Una de las cosas más incomprensibles es una lengua extranjera mal
hablada por alguien que, para mayor fatuidad, está convencido de
hablarla bien. Incluso alguien que conozca la gramática, la sintaxis y
el vocabulario, capacitado para leerla y hasta traducirla, sólo emitirá
un galimatías si tiene fortísimo acento, pronuncia erróneamente o no
adopta la adecuada entonación. He oído contar que ese era el caso del
renombrado traductor Fernando Vela, que vertió al español muchos libros,
pero que si oía decir como es debido “You are my girl”, frase sencilla, no la reconocía: para él “You” se pronunciaba como lo veía escrito, y no “Yu”; “are” no era “ar”; “my” no
era “mai”, sino “mi”; y la última palabra era “jirl”, con una i bien
castellana. Si oía “gue:l” (pronunciación correcta aproximada),
simplemente no estaba facultado para asociarla con “girl”, que
había traducido centenares de veces. También he oído contar que Jesús
Aguirre se atrevió a dar una conferencia en inglés en una Universidad
norteamericana. Los nativos lo escucharon pacientemente, pero luego
admitieron, todos, no haber comprendido una palabra de aquel imaginario
inglés de esparto. En una ocasión oí a un colega novelista leer
fragmentos de sus textos en una sesión londinense. Pese a que el
escritor había residido largo tiempo en Inglaterra y debía de conocer su
lengua, no estaba capacitado para hablarla de manera inteligible,
tampoco allí entendió nadie nada.
Lo curioso es que, a pesar de estas dificultades frecuentes, los
españoles de hoy están empeñados en trufar sus diálogos de términos en
inglés, pero por lo general tan mal dichos o pronunciados que resultan
irreconocibles. Hace poco oí hablar en una tertulia del “Ritalix”. Así
visualicé yo la palabra al oírsela a unos y otros, y tan sólo saqué en
limpio que lo de “Rita” iba por la alcaldesa de Valencia, Barberá. Al
poco apareció el engendro por fin escrito en pantalla: “Ritaleaks”. Lo mismo me pasó con un anuncio de algo: “Yástit”, repetían las voces, hasta que lo vi escrito: “Just Eat”. En castellano contamos con sólo cinco vocales, así que si uno no distingue que “it” no suena igual que “eat”, ni “pick” como “peak”, ni “sleep” como “slip”, ni “ship” como “sheep”, con facilidad llamará ovejas a los barcos y demás. Si además ignora que se usa la misma vocal para “bird”, “Burt”, “herd”, “hurt” y “heard”, pero no para “beard” ni “heart”, o que “break” se dice “breik” pero “bleak” se
dice “blik”, son fáciles de imaginar las penalidades para entender y
para hacerse entender. La gente española llena hoy sus peroratas de “brainstorming”, “crowdfunding”, “mainstream”, “target”, “share”, “spoiler”, “feedback” y “briefing”,
pero la mayoría suelta estos vocablos a la española, a la pata la
llana, y así no habrá británico ni americano que los reconozca en tan
espesos labios. Vistas nuestras limitaciones para la Lengua Deseada, a
uno se le ponen los pelos de punta al figurarse esas clases de colegios e
institutos impartidas en inglés estropajoso. ¿No sería más sensato –y
mucho menos paleto– que los chicos aprendieran Ciencias por un lado e
inglés por otro, y que de las dos se enteraran bien? Sólo cabe colegir
que a demasiadas comunidades autónomas lo que les interesa es producir
iletrados cabales.
JAVIER MARÍAS