domingo, 15 de diciembre de 2024

Sexto concierto de abono de la temporada 24-25 de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Obras de Dvorak y Stravinski.

  Anoche la OSCyL estuvo dirigida por la batuta hongkonesa Elim Chan, directora asociada a esta orquesta desde la temporada 23-24. El programa no pudo ser más contrastante (en realidad, meter a Stravinski en cualquier programa ya contrasta con todo lo demás), por las suaves melodías románticas de Dvorak, a veces suaves, a veces enérgicas pero siempre concordantes, con la disonancia forzada e impactante de La consagración de la primavera  de Stravinski. Pero vayamos por partes: Todos hemos escuchado con arrobo y delectación la Sinfonía del Nuevo Mundo, una obra optimista y alegre como pocas, reflejo, según parece, de la excelente acogida que recibió el compositor checo en Estados Unidos. Bien, el Concierto para violonchelo en sí menor que la OSCyL y el violonchelista ruso Ivan Skanavi interpretaron anoche sigue esas líneas optimistas de su obra más aclamada. Cuentan los musicólogos que, al igual que con la Sinfonía nº9 (del Nuevo Mundo), con esta también se puede trazar el estado anímico en el que estaba Dvorak, tras conocer el fallecimiento de una cuñada, de la cual se encontraba enamorado. Lo cierto es que sus tres movimientos: Allegro, Adagio, ma non troppo y Finale, Allegro moderato fueron compuestos también en Estados Unidos, aunque incluyen melodías folclóricas checas, algo habitual en el llamado "nacionalismo musical" que inundó el Romanticismo. El virtuosismo de Skanavi levantó a los espectadores, especialmente con el bis, una obra del chelista siciliano Giovanni Sollima.
  Pero después del descanso vendría la obra rompedora, la que no deja indiferente a nadie (ayer tampoco, ahora lo cuento), La consagración de la primavera de Igor Stravinski, esa obra que provocó un escándalo en su estreno en el Teatro de los Campos Elíseos de París. Bien, ayer no provocó un escándalo porque desde su estreno en 1913 se ha representado tantas veces que la mayor parte del público está curado de espanto. Con todo, entre las dos grandes secciones (no se puede decir propiamente, movimientos) un tipo cerca de mi localidad, en la platea par, salió con aire enfurruñado y, al franquear la puerta de salida más próxima, le dijo al empleado de turno en un tono audible más de la cuenta "me sangran los oídos", así como lo cuento ocurrió. Bueno, al margen de ese fulano que probablemente no sabía dónde estaba, La consagración de la primavera es una obra escénica, ideada para ser representada junto con un ballet, ballet con movimientos bruscos y espasmódicos en los que se describen los primitivos rituales de primavera de las tribus precristianas rusas que acaban con un sacrificio humano. Sin tener ni idea de música, sin saber quién era Stravinski, sin tener siquiera un poco de curiosidad pero con el ballet se entiende perfectamente la música discordante, explosiva y violenta que compuso Stravinski. Y es que la música escénica debe siempre interpretarse junto con la danza o la actuación correspondiente para que, en esta obra, muestre cómo compiten los jóvenes entre sí, cómo bailan las adolescentes, cómo se enfrentan con otras tribus rivales, cómo evocan a los ancestros y cómo acaban sacrificando a una joven virgen. Algunas obras escénicas se entienden mejor o peor sólo con la música, pero es más fácil entender la Cabalgata de las Valkirias, por ejemplo, con la correspondiente escenificación que sin ella, aun cuando la propia melodía wagneriana ya es suficientemente explícita. Esto no ocurre con La consagración de la primavera, si no se ha leído sobre ella, si no se ha visto el ballet, si nadie le ha contado a uno nada al respecto es fácil que espere una primavera como la concebía Vivaldi, y claro, nada que ver... En todo caso, incluso sin la escenificación, La consagración de la primavera es una obra impactante, eso no se puede dudar, poderosa e inolvidable. Es, por otro lado, un verdadero espectáculo ver la orquesta sinfónica al completo, con sus más de cien componentes, con las secciones de viento-metal y de percusión a tope, ejerciendo todo su potencial.
 En fin, otro concierto memorable, otra pequeña "pica en Flandes" que supone la representación de grandes obras de música culta con músicos de primera categoría en una ciudad y una sociedad que no parecen especialmente dispuestos a cultivarse voluntariamente. Quien tenga entendimiento que entienda.

sábado, 7 de diciembre de 2024

"Madre (el drama padre)", de Enrique Jardiel Poncela.

  El título de la comedia se presenta así, como lo he transcrito arriba: Madre (el drama padre), aunque supongo que con errores de puntuación, pues, según el argumento, los temas tratados e incluso los diálogos, lo más correcto sería: ¡Madre! (El drama padre). Así lo voy a transcribir yo, aun cuando corrija al dramaturgo. Los signos de exclamación son necesarios porque reflejan una emoción. Esta comedia, ahora lo desarrollaré, es una parodia de los melodramas sensibleros que estaban en boga en los años 30 y 40 del pasado siglo, así que son imprescindibles los signos de exclamación que muestran esos sentimentalismos desbordados que buscaban la lágrima fácil del espectador. Lo cierto es que, sorpréndase el lector, varios críticos teatrales de la época (la obra se estrenó en 1941) la tildaron de "inmoral" por hacer burla de la condición de madre, supuesto ideal de toda mujer que no quisiera consagrar su vida a Dios. Y claro, con ese afán aleccionador y moralista (¡cuidado, esto no es exclusivo de los años 40, en nuestros días todos los políticos, por ejemplo, nos dicen cómo hay que vivir y qué hay que pensar!) las obras de teatro no podían quedarse al margen, sobre todo cuando en aquella época el teatro era una de las aficiones principales de las clases medias y populares. Así, los melodramas en los que los sentimientos estaban desbordados, los hombres eran aguerridos y valerosos, las mujeres maternales y cariñosas y todos acababan por sacrificarse por los más nobles asuntos, esos melodramas, digo, eran un arma de alienación masiva tan potente como lo es hoy en día la televisión. Y, por supuesto, alguien tan genialmente iconoclasta como Enrique Jardiel Poncela tenía que derribarlo del pedestal. Por eso esta obra, una comedia que pone en solfa esos sentimentalismos de cartón piedra, más afectados y falsos que un billete de quince euros. Jardiel pergeña una comedia en la que el enredo llega a tal absurdo (siempre el absurdo en su obra) que el espectador y el lector inteligentes se dan cuenta del abuso que han hecho con él en aquellos melodramas. Es fácil comprender la potencia de esta obra si se programaba a la vez que esos folletines teatrales que buscaban aflorar los sentimientos más primitivos y vulgares del público; se puede uno imaginar fácilmente el contraste del público de ¡Madre! (El drama padre) en el Teatro de la Comedia de Madrid, junto a obras perfectamente olvidables (y hoy, en efecto, olvidadas) como Dueña y señora, La madre guapa o La infeliz vampiresa, cuyos títulos ya adelantan la estupidez de sus argumentos. Era evidente que esos dramaturgos comerciales creadores de bodrios sentimentaloides serían olvidados (por mucho que en su momentos obtuvieran gran éxito de público), mientras que Jardiel Poncela, a pesar de ser rechazado por gran parte de la crítica oficial de la época, quedaría como ejemplo de excelencia.
 El argumento de ¡Madre! (El drama padre) es tan enrevesado y caótico como los propios melodramas inverosímiles que parodia, eso sí, la obra de Jardiel tiene gracia, pero gracia de la buena, con la que te ríes unas horas al leerlo y te espabila intelectualmente después cuando reflexionas sobre ella. En buena medida, esta comedia parodia el chantaje emocional que todos hemos sufrido alguna vez cuando nuestros bienamados progenitores o individuos de semejante condición tratan de obtener beneficio de la relación familiar o de amistad. Es, por tanto, la burla del abuso del sentimiento desgarrado a las que ciertos tipos (más habitualmente, tipas) hacen profesión de éxito.
 La comedia está estructurada en un prólogo y dos actos, en las que se presenta a una viuda, madre de familia numerosa, Maximina, que tiene cuatro hijas gemelas: Cristina, Catalina, Josefina y Adelina. Estas mozas se ennoviarán con Emilio, Cecilio, Basilio y Atilio (la semejanza de nombres es, evidentemente, otra broma más). Nada más celebrarse la boda estalla la bomba: resulta que los cuatro chicos son también hijos de Maximina, la cual pensaba que habían fallecido al nacer. Por tanto, la boda está invalidada porque los contrayentes son hermanos. Pero el enredo continúa con varios personajes secundarios, que demuestran al final, que los ocho son de distintos padres y distintas madres, con lo que, en realidad, las bodas son perfectamente válidas. Obviamente, Jardiel Poncela lo enreda de forma humorística con situaciones descacharrantes, personajes absurdos y salidas sorprendentes, dejando un sabor de boca muy agradable al leerlo. Además, como antes decía, la obra de Jardiel tiene una lectura posterior, con un humor más ácido, de ése que no deja títere con cabeza. El autor no se casa con nadie (quizá eso lo llevó en sus últimos años al ostracismo en un país como el nuestro en el que todos buscan su bando en busca del corporativismo más visceral), burlándose hasta de su propia sombra.
 Eso es lo bueno que tiene Jardiel Poncela, que cualquier obra, por pequeña que parezca tiene una lectura ulterior que sirve de aplicación diaria y que es atemporal, vale tanto para 1941 como para 2024. Es el humor inteligente que cura la estupidez supina que predomina en nuestra sociedad. Una verdadera vacuna frente a la estolidez.

lunes, 2 de diciembre de 2024

"¡Pégame, Luciano!", de Pedro Muñoz Seca.

  Buscando dejar por unos días la narrativa que siempre leo, me adentro de nuevo en teatro. Pero quiero hacerlo, mi estado anímico así lo aconseja, con comedia, y con comedia española, para ser más concreto. Y, tal cual hice hace no muchos meses, vuelvo a dos gigantes de la dramaturgia española, en el subgénero cómico: Pedro Muñoz Seca y Enrique Jardiel Poncela. De Muñoz Seca leí su obra cumbre, La venganza de don Mendo, una comedia genial que no desmerece nada a cualquier gran drama de toda época, con el aliciente de lo descacharrante de la trama. Así que, con el tomo de las Obras selectas sacado de la biblioteca, continúo con la siguiente, ¡Pégame, Luciano!
 Y mucho me temo que, comparada con La venganza de don Mendo, resulta muy flojita. Lo malo de leer teatro es que, si la obra no es muy buena, no se disfruta como cuando se ve la representación. Me explico: una obra tan redonda, tan especial como La venganza de don Mendo es un deleite leerla y, si la puesta en escena es buena, mucho más todavía; pero cuando es muy floja, ésta tiene un pase para verla representada si los actores, director y demás troupe son buenos, pero leída deja un poco frío. Esto me ha ocurrido con ¡Pégame, Luciano!, que me parece muy normalita. Reconozco que tiene momentos muy bien traídos, con personajes hilarantes y situaciones deliciosamente absurdas, pero también es muy predecible y, a ratos, anodina.
 Argumento de ¡Pégame, Luciano!: enredos en una familia acomodada de Madrid. El marqués, Ramiro, viudo, tiene la rareza de que le gusta que las mujeres le peguen, y busca una señora entrada en carnes que "le dé lo suyo". El marqués tiene dos hijos, Otón, un personaje atolondrado y vividor que sólo quiere conducir deportivos y pilotar aeroplanos, y Mercedes, que se enamorará locamente de un médico de extracción social humilde, Luciano. El marqués, en sus correrías pasadas tuvo dos hijos ilegítimos con una mujer humilde, a los cuales ha abandonado completamente, siendo el tal Luciano quien se ha hecho cargo de ellos. Por otro lado, Mercedes, sabiendo que el médico tiene un sentimiento de pertenencia a clase social baja muy arraigado, le ha mentido diciendo que no es marquesa sino la mecanógrafa del marqués. Además de todos estos, otros personajes completan la comedia, con Porciúncula y Niceta enamoradas del marqués (y de su dinero), don Remedio como el tutor del ya veinteañero Otón, o don Jesús, bufón engreído al que nadie toma en serio. Los enredos principales son la relación de Mercedes y Luciano, la de Ramiro con Porciúncula, amén de las contribuciones peculiares de los criados y sirvientes de la casa. Finalmente todo se aclarará y las relaciones medrarán.
 Es, ya digo, una comedia muy flojita. Al leerla queda un tanto desdibujada. Con todo, hay personajes muy bien pergeñados, como el tal Otón, de un humor absurdo que, si está representado por un actor eficaz, puede dar mucho juego en el escenario. Por otro lado, hay momentos de comicidad que funcionan muy bien al ser representada, como cuando don Remedio queda nervioso y descompuesto después de haber tenido que saltar en paracaídas de un avión y se trabuca y tartamudea.
 Y es que, seamos comprensivos, todos los dramaturgos escribían sus obras para ser representadas, no para ser leídas. Esto es especialmente entendibles con las comedias, que tienen muchos gags que se comprenden plenamente cuando el actor los interpreta, quedando demasiado fríos cuando se leen. Pero es que, como antes decía, cuando un comediógrafo escribe la maravilla de La venganza de don Mendo, todo lo demás sabe a poco.

domingo, 1 de diciembre de 2024

Adventus Dei

       Robert Campin. ca. 1415-1425. Anunciación. Óleo sobre tabla. Bruselas, Musées royaux des Beaux-Arts de Belgique
                                                                                                 Imagen tomada de Wikimedia Commons

sábado, 30 de noviembre de 2024

"El penitente", de Isaac Bashevis Singer.

  Y, por supuesto, siempre quedará Isaac Bashevis Singer. Me sigue sorprendiendo este tipo. Según se puede comprobar en este humilde blog, he leído con ésta diecisiete obras de Singer, entre novelas y relatos; hay, por supuesto, diferencia de calidad entre ellas, pero no hay ni una sola que sea mala o floja, todas son interesantes, bien pergeñadas, con descripciones psicológicas profunda, personajes redondos que evolucionan en el tiempo... Lo he dicho por activa y por pasiva, Isaac Bashevis Singer es uno de los mejores escritores de todos los tiempos. Lo afirmaré aunque me torturen. Y eso que cuando empecé a leer El penitente me pareció quizá un punto más ligero, más liviano que los anteriores. Según la editorial Debolsillo (Grupo Penguin Random House), Singer escribió esta novela breve en 1983 (falleció en 1991), con lo que pensé en un principio que, tal vez por la avanzada edad del autor, la novela tenía menos enjundia que otras que he leído del genial autor polaco. Una vez más tuve que recular y admitir que "quien tuvo, retuvo", porque, si bien es verdad que la novela (diría que es más un relato largo que una novela) tiene menos personajes, menos interacción entre ellos, también es verdad que las reflexiones del protagonista, Joseph Shapiro, son joyas asombrosas que dan para llenar una vida (y tanto, se supone que son precisamente las conclusiones a las que ha llegado ese tipo tras haber vivido media vida de la forma intensa). Así que me trago mis palabras y reconozco una vez más que no he leído novela mala o floja de Isaac Bashevis Singer, y que esta novela breve en concreto, El penitente, tiene todas las características que hacen del Premio Nobel de literatura de 1978 uno de los más sobresalientes "juntaletras" que nunca existieron.
 Entre los temas habituales de Singer están el sentimiento de culpa y de alienación que sentían los judíos que se alejaban de la práctica de su religión. La alienación provenía de la aculturación que sufrían que los llevaba a ser medio judíos y medio gentiles, no encontrándose a gusto en ningún grupo social; de esa alienación proviene un sentimiento de culpa por haber abandonado la tradición de sus mayores. Así dicho podría parecer que lo que escribe Singer puede tener poca relevancia para alguien no judío, pero lo cierto es que el análisis de la vida, la razón de la existencia, el porqué de las cosas es tan exhaustivo, que llega a la esencia última de la naturaleza humana, sea cual sea la cultura, tradición o religión a la que el lector pertenezca.
 Argumento de El penitente: el autor narra, en primera persona, como viaja a Jerusalén y visita el Muro de las Lamentaciones. Allí un judío ultraortodoxo lo aborda al reconocerlo y le cuenta en un par de citas su vida. La vida de este judío, Joseph Shapiro, comienza en Europa Oriental, de donde huye en 1939, con los ejércitos del Tercer Reich campando por sus respetos. Llega a Nueva York donde en poco tiempo hará fortuna y se adaptará a la sociedad estadounidense, será aculturado y olvidará todo aspecto de piedad judía que practicara en Europa. Incitado por amigos se abandona a la lujuria, llegando a tener una amante que lo extorsiona y chantajea. Él asqueado de la situación vuelve a su hogar, a su mujer, encontrando a ésta con un amante. Hastiado de esa vida hipócrita, superficial y pecaminosa, resuelve volar a Israel e iniciar una nueva vida, más cerca de la que llevaron sus antepasados, una vida más piadosa. Tras dificultades mil, acaba por adentrarse para no salir más del  ultraortodoxo barrio jerosolimitano de Mea Shearim.  
 Los temas, como antes decía, son la alienación y el sentimiento de culpa, siendo la lujuria el gran pecado que atormenta al protagonista. Esto es tan frecuente en las novelas de Singer que es difícil no pensar que el propio autor debió pasar una vida torturado por la tendencia a ser arrastrado por la lascivia.
 Narrado como he narrado yo el argumento parece anodino y vulgar, pero como lo hace Singer, obviamente, es totalmente distinto. Las reflexiones de Shapiro son extraordinariamente profundas y, como decía antes, aplicables a cualquier ser humano, pertenezca a la cultura, tradición y religión que sea. Tanto es así que no puedo evitar copiar un par de frases que explicitan la riqueza de esas reflexiones.
 Las leyes del mundo están concebidas de tal forma que, si no quieres ser partícipe de sus delitos, tienes que convertirte en víctima de las mismas.
 Una de las pasiones más inanes del hombre moderno es la de leer los periódicos para mantenerse al tanto de las últimas noticias. Las noticias son siempre malas y ello te envenena la vida; pero el hombre moderno no concibe la vida sin ese veneno. Tiene que  enterarse de todos los asesinatos, de todas las violaciones. Tiene que conocer todas las insanias y las falsas teorías. No le basta con el periódico. Busca noticias adicionales en la radio o en la televisión. Se publican revistas donde se resumen todas las noticias de la semana y la gente lee de nuevo los crímenes cometidos por ese malhechor o lo que dice cualquier idiota.
 La claridad de pensamiento de Joseph Shapiro (álter ego de Singer) es tan iluminadora que acaba por ser un alegato por la búsqueda de la espiritualidad sobre el materialismo y el autocontrol sobre abandonarse a los instintos más primarios. Es esta novela breve una pequeña obra de arte, una más de Isaac Bashevis Singer.

Quinto concierto de abono de la temporada 24-25 de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Obras de Elgar, Arnold, Walton y Howard.

  En el día de ayer tocaba homenajear a compositores británicos. O eso parece. Desde luego, Inglaterra principalmente y, por extensión, el Reino Unido no tienen la pléyade de compositores geniales que tienen los países germánicos (lo digo así para no decir sólo Alemania y Austria, porque con algunos de ellos, los barrocos como ejemplo, no existía propiamente Alemania), ni tampoco Italia, ni aún Francia. De hecho, los británicos, nación melómana por otro lado, siempre buscó sus compositores para poder competir en igualdad de condiciones con otras naciones europeas. Es por ello que tenían la pésima costumbre de incluir entre sus compatriotas a compositores que habían nacido y se habían formado musicalmente en sus países, aun cuando hubieran residido y trabajado varios decenios en Inglaterra. El ejemplo que estoy narrando es, obviamente, Georg Friedrich Händel, prusiano de nacimiento, origen y formación musical, pero que vivió sus últimas décadas en Londres, donde moriría. Eso lo convierte, para los británicos, en más londinense que el Big Ben. Bueno, pues aparte de casos así, sí que hay grandes compositores británicos. No, no son Mozart, ni Beethoven, ni Bach, ni Vivaldi, ni Haydn, ni Tchaikovsky, ni... pero también los hay de gran calidad, como Henry Purcell en el periodo barroco, Gustav Holst en el romántico o Edward Elgar, autor que se representó anoche.
 Lo que sí hay son muchos compositores de un nivel inferior a los que nombré antes, pero que tienen un pequeño número de obras muy potables (ya hablé de Ralph Vaughan Williams en otra entrada, un compositor del siglo XX con un par de piezas geniales). Del siglo XX es precisamente Malcolm Arnold, autor prolífico que no desdeñó la composición para bandas sonoras de películas (como, por ejemplo, la de El puente sobre el río Kwai) o de series televisivas. Se interpretó la Obertura Peterloo, compuesta en 1968, una pieza dividida en tres grandes partes: un inicio muy suave con melodías dulces interpretadas por las cuerdas y el viento-madera, que poco a poco va siendo arrollada por los timbales, acompañados del resto de la percusión y el viento-metal en un in crescendo que va sustituyendo esa dulce melodía inicial por sonidos desasosegantes, de resonancias militares y bélicas; después vuelve la melodía placentera y relajada del inicio. No conocía yo la obra antes de saber que la tocaría la OSCyL ayer, la escuché varias veces, me pareció una música escénica, que ponía imágenes visuales muy claras y me monté yo mismo una película en cuanto a su significado. Se me ocurrió pensar en una pareja de jóvenes enamorados en un principio, cuyo amor es roto por la brutalidad de la guerra, que se lleva al chico al frente, por el final, supuse que el joven regresaba de la batalla vivo y sano y se reencontraba con su enamorada. Pues eso, una película que me monté, pero la música, tan visual es, justificaba plenamente la idea que me había formado. Pero no, lo cierto es que la Obertura Peterloo hace referencia a la "masacre de Peterloo", en 1819, cuando en una manifestación pública reclamando reformas políticas y sociales el cuerpo de caballería real cargó contra los manifestantes, matando a quince de ellos. De ahí la música militar, los timbales y el viento-metal a tutiplén.
 El concierto para solista fue el Concierto para viola de William Walton, interpretado esta vez por el violista francés Antoine Tamestit. Es esta una obra un tanto insulsa, que no acaba de llegar a ningún lado. Compuesta en 1928, aunque retocada por el autor en 1961, al menos está perfectamente dentro de la tonalidad y permite demostrar la maestría del solista de viola. Creo no ser injusto al decir que no fui ayer el único en el auditorio al que se le hizo interminablemente larga la obra que no dura más de treinta minutos. Obra anodina y banal.
 Después del descanso tocó el turno de Dani Howard, una joven compositora de poco más de treinta años y su The Butterfly effect. Es otra obra menor, muy menor comparada, por ejemplo, con la que termina el concierto, pero es grato encontrar jóvenes que componen música sinfónica en una época en la que parece que los pocos compositores de música culta se decantan por la más lucrativa creación de bandas sonoras.
 Y, para finalizar, lo mejor. Del concierto de ayer, que duda cabe, lo más interesante fue Elgar. De Edward Elgar todo el mundo ha escuchado Pompa y circunstancia, aunque sea en las solemnes celebraciones monárquicas a las que son tan caros una parte de la sociedad británica. Menos conocida, al menos por nombre, aunque reconocible por muchos al escuchar los primeros acordes es el bellísimo adagio Nimrod de las Variaciones Enigma. Bueno, pues la Obertura de concierto In the South es también conocido para muchos melómanos, aun cuando no se conozca su nombre o autor. Es ésta una pieza de una rotundidad apabullante. No hay movimientos propiamente dichos, pero se distinguen claramente tres temas, uno impetuoso, otro más elevado y un último evocador. Parece ser que Elgar compuso esta obra en una visita a Alassio, una pequeña ciudad en la Liguria italiana, quedando prendado de la belleza del paisaje. Para ser sincero, la obra de Elgar salvó el concierto de ayer, que de otro modo hubiera quedado desdibujado. En fin, por volver al principio, la música culta británica está varios escalones por debajo de la de otros países europeos, lo dicho, Purcell, Holst y Elgar salvan un poco los muebles, pero...

miércoles, 27 de noviembre de 2024

"A Story", by Grant Snider (www.incidentalcomics.com).

 

Image taken from the website www.incidentalcomics.com

"Viejas historias de Castilla la Vieja", de Miguel Delibes.

  Delibes es, para mí (y para tantísimos), un recuerdo de la adolescencia, de la juventud. En mi ferozmente lectora adolescencia me lancé primero hacia los grandes de la llamada "literatura juvenil", pero la de calidad, no la morralla comercial, es decir, leí a Julio Verne, a Emilio Salgari, Stevenson, Joseph Conrad, Rudyard Kipling... a lo más granado de una literatura de aventuras, muy ingenua en cuanto que los personajes eran separados en mitades opuestas de "buenos" y "malos", que acababan de manera impepinable con el triunfo del bien sobre el mal. Grandes lecturas, en todo caso, que me llevaron a ser lector de por vida. Además de esos autores también, en mi adolescencia, leí a Delibes. Y me alegro muchísimo de haberlo hecho, pues, aunque no se diga habitualmente, buena parte de la literatura de Delibes es juvenil. Es literatura juvenil, por ejemplo, El camino, que narra el paso de la infancia a la adolescencia de Daniel, "el mochuelo", alter ego evidente de Delibes, y su marcha a la ciudad para estudiar el Bachillerato; también es lo que los alemanes llaman "bildungsroman" (novela de aprendizaje, de formación) La sombra del ciprés es alargada, una novela de la que el propio Delibes no se sentía muy orgulloso, pero que sin embargo era "delibesiana" pura; Las ratas también cuentan con protagonistas juveniles; El príncipe destronado es, obviamente, la reacción del hermano mayor ante la llegada del hermano que lo destrona como hijo único... En fin, como para tantos autores, el paso de la infancia a la adolescencia y a la juventud han sido terreno abonado para excelentes novelas de Delibes, un escritor de sentimientos, pero eso sí bajo la austeridad que levamos en los genes los castellanos.
 Hace dieciocho años vine a vivir a la ciudad natal de Miguel Delibes por razones principalmente económicas. Casualidades de la vida, allá por 2007, 2008, pasaba todos los días varias horas en el entorno de la calle del Dos de Mayo de la capital del Pisuerga, calle donde vivía Delibes, y eran muchos los días que me cruzaba con un ya anciano y enfermo Miguel Delibes, siempre del brazo de su hija Elisa. Por supuesto, el paso lento y doloroso del egregio autor era interrumpido muchas veces por vecinos y paseantes con un "¡Buenos días, don Miguel!", "¡un placer saludarlo!", y salutaciones semejantes, que el bueno de Delibes respondía con una silente sonrisa. Mi habitual timidez me impedía acercarme, pero recuerdo con cierta nostalgia la emoción que sentía al pasar a menos de dos metros de uno de los escritores que más me marcó en mi primera juventud. Bien, creo que siempre tendré un grato recuerdo de Miguel Delibes, recuerdo que va inexorablemente unido a la ciudad de Valladolid en la que, quién sabe, quizá reside el tiempo que Dios me dé de vida.
 Bueno, pues, no sé por qué el otro día cogía esta publicación menor en la obra de Delibes: Viejas historias de Castilla la Vieja. Digo publicación menor comparada con el resto de novelas, pero desde luego es un texto muy "delibesiano". Lo es porque el tema tratado es la Castilla rural, su austero paisaje y su adusto paisanaje; también por, de nuevo, ser una novela de aprendizaje, pues se inicia con la salida del pueblo de un joven y termina con su vuelta cuarenta y ocho años después. Además, el gusto de Delibes por describir los severos paisajes castellanos, que han creado caracteres humanos igualmente hoscos y secos es una constante en su literatura; el autor es una verdadera enciclopedia de voces populares de Castilla, muchas de las cuales se han perdido ya.
 Una originalidad del texto es que es circular, pues el primer párrafo comienza como el último, con el encuentro del protagonista, Isidoro, con el Aniano, que le espeta un "¿Dónde va el estudiante?", ya sea cuando éste es un chico que va a la capital a ampliar estudios o, cuarenta y ocho años después, cuando regresa al pueblo. Cada capítulo (aunque no están estrictamente nombrados así) enlaza con el anterior con el tema que trata, ya sea un personaje o un elemento del paisaje, que es personaje en sí mismo.
 La edición de La Fábrica acompaña el texto de Delibes con las fotografías de Ramón Masats, imágenes en blanco y negro, de mitad del siglo pasado, del paisaje castellano, puro y duro. Parece ser que la edición primera, de 1964, supuso el trabajo conjunto del fotógrafo catalán con el escritor castellano, lo cual resultó en un extraordinario documento en el que el texto y las imágenes se complementan a la perfección.

martes, 26 de noviembre de 2024

"Las torres de Barchester", por Anthony Trollope.

  Hacía tiempo que no disfrutaba de una novela como de Las torres de Barchester, del escritor victoriano Anthony Trollope. Principalmente por la extraordinaria atmósfera descrita, por el paisaje y el paisanaje expuesto de una ficticia diócesis anglicana a mitad del siglo XIX. La capacidad de Trollope para urdir una trama absolutamente verosímil con tanto detalle es apabullante. Un servidor disfruta con enormidad estas novelas tan bien pergeñadas, me ha ocurrido desde mi primera juventud, que tiendo a desaparecer entre esas geniales líneas. Me pasó con En busca del tiempo perdido de Proust, que leí vestido de marinero en un cuartel en el ya lejano año 91, y que me sirvió para abstraerme de las rutinas y tonterías del servicio militar para poder mantenerme como individuo único equilibrado y consciente de mí mismo; me ha ocurrido en numerosas ocasiones con Dickens, también con Knut Hamsun y con Isaac Bashevis Singer. Son autores que llegan a describir tan bien la esencia de la naturaleza y la vida humanas que uno se aleja de la estúpida cotidianeidad con sus fútiles modas que envejecen en días; sus novelas reflejan el alma del hombre, sus ansias, anhelos, alegrías y tristezas más íntimas, aspectos que no cambian con el paso de los siglos. Leyendo Las torres de Barchester he conseguido aislarme de la morralla habitual que se consume a diario, principalmente servida por los medios de comunicación y las redes sociales; es decir, leyendo esta novela de casi setecientas páginas he conseguido ser más yo mismo, individuo, y menos perteneciente a un rebaño idiotizado. Doy gracias a estos autores por su aporte a la cultura general y me alegro enormemente de tener la capacidad de discernir entre la alta literatura y las lecturas ordinarias de "escritorzuelos" impuestas por las editoriales del momento.
Anthony Trollope. Imagen tomada de Wikimedia Commons.
 Anthony Trollope es considerado tradicionalmente como victoriano. Evidentemente su producción literaria (vivió de 1815 a 1882) se dio durante el reinado de la poderosa e imperial Victoria (de 1819 a 1901), pero cuando se habla de literatura victoriana pensamos en obras que, fuera del ámbito anglosajón, se denomina "Romanticismo". Ese Romanticismo tenía unas características muy definidas, entre las que destaca un ansia de libertad narrativa que intenta romper el precepto aristotélico de las tres unidades (acción tiempo y lugar), acabando así con la línea clara en la que el lector puede entender lo que ocurre (acción) en una localización (lugar) y una época (tiempo) determinados; por otro lado, el escritor del periodo romántico busca hipertrofiar los sentimientos de los personajes, desarrollando la pasión por encima de la razón; también son frecuentes los lugares y ambientes extraños, anómalos e incluso sobrenaturales, lo que han llamado "novela gótica". Bien, pues la narrativa de Anthony Trollope, aun siendo contemporáneo de, por ejemplo, Dickens (gran escritor victoriano por excelencia) no participa de estas características. De hecho, se puede decir que las novelas de Trollope son realistas, un tanto anticuadas para su época; él sí mantiene ese precepto aristotélico de las tres unidades (en esta novela la acción son las relaciones de clérigos anglicanos y sus familias, el tiempo es la primera mitad del siglo XIX y el lugar la inventada diócesis de Barchester); sí hay importancia de la pasión y del individualismo frente a los grupos sociales, pero en absoluto hay nada parecido a una novela gótica. Por ello los críticos consideran a Anthony Trollope como un bastión del Realismo literario cuando éste ya estaba mutando en toda Europa en el famoso Romanticismo. Su prosa, ya digo, resulta un tanto anticuada para haber sido escrita en la segunda mitad del XIX, pero aparenta más empaque que algunas novelas de estilo romántico (cuidado, no confundir con la novela rosa que escribía Corín Tellado, ¡eh!) de autores de gran renombre.
 El argumento principal de Las torres de Barchester son las intensas relaciones entre un grupo de clérigos, sus mujeres e hijos (recordemos que es la Iglesia Anglicana, donde no hay celibato) y, por encima de todo, las amargas luchas por el poder para conseguir los cargos más importantes e influyentes, desde el obispado hasta el de deán, pasando por el de custodio de un hospicio para ancianos. Cada puesto, claro, tiene una pingüe dotación económica anual por la que los interesados se pelean de manera más o menos civilizada, pero también tiene una posición de poder sobre los otros que anhelan mucho más que el vil metal. Papeles especialmente interesantes tienen los personajes femeninos, que, aunque no pueden optar (en aquella época al menos, hoy sí) a puesto alguno, influyen, cuando no gobiernan a sus maridos, pretendientes, hermanos y familiares para que ejerzan la autoridad que se les supone. La novela está estructurada en tres volúmenes y se inicia con la muerte del obispo de Barchester y su sucesión por el venerable doctor Proudie (Trollope, por cierto, gustaba de nombrar a sus personajes con apellidos que indicaban su carácter o algún rasgo de su personalidad, en el caso de "Proudie" se podría traducir por orgulloso) cuya mujer, la señora Proudie, "obispa" de Barchester mandaba e intrigaba mucho más que el propio obispo; con ellos desembarcará en la diócesis el señor Slope (traducible por "pendiente", "inclinación") que es el verdadero malvado de la novela, siempre manipulador, conspirando contra todos para trepar y conseguir las más altas cuotas de poder que pueda. Esos son los personajes perversos, los que son tratados con mayor bondad son Harding ("endurecimiento" en español) que aspira a ser custodio del hospicio para ancianos; Quiverful ("carcaj lleno") que también ansía ese puesto pero se contentaría con cualquiera con tal de alimentar a sus catorce retoños; la señora Bold ("audaz", "atrevida"), viuda con un niño pequeño y una notable renta a la que muchos cortejan; o Arabin, un ser sin aspiraciones ni maldad. Tras la presentación de los personajes en el primer volumen, se produce el nudo de relaciones, dimes y diretes, enfrentamientos y reconciliaciones, traiciones, lealtades y todo tipo de trato posible entre seres humanos. Trollope, gran moralista, recompensa a los personajes dotados de virtudes con el éxito final sobre los malvados, de modo que el intrigante Slope acabará por fracasar estrepitosamente en sus múltiples ambiciones.
 En cuanto a los temas tratados, los principales son, sin duda, la codicia del hombre como motor de muchos corazones; la bondad, en cambio de otros; los disimulos de algunos para conseguir avances; las luchas de poder... y, en general, las relaciones humanas. También hay un tema subyacente, hoy ya demodé, que tiene que ver con la Iglesia Anglicana y su modo de poner en práctica rituales, llegando a diferenciarse en aquellos principios del siglo XIX entre Iglesia Alta, aquella que pretendía mantener unos ritos más estrictos, más cercanos a los católicos e Iglesia Baja, la que promovía una mayor naturalidad y supresión de rigideces, para así poder ser entendidos más fácilmente por el pueblo. Esas diferencias fueron laminadas por el siglo XX y su homogeneización social, encontrándose hoy en día tan sólo la Iglesia Baja entre los anglicanos, reservándose los ritos más rigurosos para celebraciones monárquicas.
 Pero, al margen de argumento y temas, lo mejor de todo es cómo lo narra Trollope, qué capacidad extraordinaria tiene de describir la psicología de sus personajes y la evolución de la misma a lo largo del tiempo. Esto es lo que hace verdaderamente verosímil la sociedad pergeñada por el autor. Uno llega a conocer perfectamente a cada protagonista, y están tan bien delineados que se aprecian sus virtudes y defectos en las personas con las que tratamos cotidianamente.
 Decía antes que Trollope es un moralista, y no me retracto. Diré, incluso, que hace triunfar las virtudes evangélicas (humildad, sencillez, bondad, lealtad...) frente a los defectos mundanos (codicia, doblez, engreimiento, falsedad...). Quizá eso es lo único que tenga de cristiana la novela, porque la mayor parte de sus personajes, altos dignatarios de una iglesia cristiana, carecen por completo de ello.
 No puedo evitar transcribir el inicio del último capítulo del tercer volumen, en el que el autor resume su tradicional gusto a la hora de acabar una novela. Véase aquí, por mi parte, como elogio de este gran autor. "El final de una novela, como el final de una comida infantil, debe estar compuesto de dulces y ciruelas confitadas."

viernes, 22 de noviembre de 2024

Vigésimo octava edición de las Edades del Hombre, "Fernández y Montañés. El arte nuevo de hacer imágenes". Catedral de Valladolid.

  Nuestra Santa Madre, la Iglesia Católica, siempre ha recibido críticas y alabanzas por igual, otra cosa es que la Iglesia sea tan poderosa que durante siglos haya conseguido acallar las críticas, ya sea Inquisición mediante o por la manipulación masiva de sus fieles. Lo cierto es que, en los últimos tiempos, la Iglesia Católica parece herida de muerte en cuanto a número de fieles e influencia política internacional se entiende, pero ya van veinte siglos y es seguro que moriremos todos los que estamos vivos antes de que se tambaleen las columnas torneadas del Baldaquino de San Pedro.  En tiempos recientes, se critica también que el inmenso patrimonio artístico que poseen esté recluido en mohosos conventos, monasterios y palacetes, ocultos a la visión y disfrute de aquellos que poseemos sensibilidad artística suficiente. Precisamente para negar esa acusación, en 1988 la Archidiócesis de Valladolid tuvo la excelente idea de organizar una exposición anual, principalmente escultórica, con la enormidad de obras de arte que han ido acumulando a lo largo de los siglos. Tan loable iniciativa obtuvo una respuesta entusiasta por parte del público y las administraciones, de forma tal que, los años siguientes, se repitió en las diócesis de Burgos, León y Salamanca, dando el salto a Amberes el año 95. Desde aquel entonces, se han expuesto obras (cada año distintas, claro) por toda Castilla y León, Galicia, Madrid, además de Bélgica y Estados Unidos. Hoy, Las Edades del Hombre son un referente cultural y artístico de una inmejorable gestión del patrimonio, y ha sido fuente de inspiración para la realización de otras exposiciones en todo el mundo. Así que, para ser ecuánime, hemos de alabar tanto la iniciativa inicial como su mantenimiento durante casi cuatro decenios. Este año 2024, Las Edades del Hombre vuelve a su lugar de origen, Valladolid, comparando la labor de dos escultores inmensos y sus respectivas escuelas, la castellana encabezada por Gregorio Fernández, y la andaluza, por Martínez Montañés.
 Por cierto, los lugares escogidos para las exposiciones son, es de todos conocido, siempre lugares sacros: catedrales, colegiatas e iglesias, mostrando cuán excelente es la relación entre la religiosidad y el arte, algo que hemos perdido en los últimos siglos, pero que los jerarcas de la Iglesia bien conocían, sabedores de que la imagen, ya sea pictórica o escultórica, ayuda al fiel a fortalecer su espiritualidad. Bien, este año toca la Catedral de Valladolid, cuya advocación es a Nuestra Señora de la Asunción. 
 Las obras expuestas  desde el pasado 12 de noviembre hasta el 2 de marzo son esculturas barrocas, todas del primer tercio del siglo XVII, época en la que la capital del Pisuerga tenía un peso específico mayor que el actual (no olvidemos que Valladolid fue la capital del Imperio Español de 1601 a 1606). Estos hechos dieron también gran importancia eclesiástica a Valladolid y por extensión a la producción artística religiosa, afincándose en ella una extraordinaria nómina de escultores de primerísimo nivel, entre ellos, claro está, Gregorio Fernández (gallego de Sarria), y antes que él, Juan de Juni (borgoñón de Joigny) y Alonso Berruguete (palentino de Paredes de Nava). Con esos autores no es de extrañar que se hable de la "Escuela castellana" como un foco de producción escultórica de primer nivel. Análogamente a la pujanza de Valladolid a finales del XVI y principios del XVII, en Sevilla, ciudad que recibía buena parte de la riqueza que venía de América (riqueza material pero también cultural) se formaba la llamada "Escuela andaluza", encabezada por Juan Martínez Montañés. Ambas escuelas rivalizaron en la creación de bellísimas tallas religiosas que hoy Las Edades del Hombre nos propone comparar. Así, con muy buen criterio, se exponen obras semejantes para que el público pueda deleitarse con las diferencias y semejanzas entre las escuelas: a un San Juan Bautista de Montañés, por ejemplo, se enfrenta un San Juan Bautista de Gregorio Fernández; o una Inmaculada Concepción del castellano a otra del andaluz. 
Detalle del Cristo Yacente (1607), Gregorio Fernández. Museo Nacional de Escultura, Valladolid.
 Ambas escuelas escultóricas, claro, son plenamente barrocas, mostrando con soberbia calidad el sufrimiento de Cristo o la espiritualidad de Vírgenes y santos, pero la Escuela castellana fue más allá, mostrando la imagen de Ecce Homo con una crudeza difícil de aguantar (si se tiene sensibilidad, claro) lo cual llevaba a los fieles al éxtasis religioso; la Escuela andaluza, por el contrario, era más fiel a un clasicismo artístico, que no pretendía desarrollar en exceso los padecimientos de Cristo, por ejemplo, sino la espiritualidad suprema y la renuncia al mundo. Es la contraposición de los dos estilos (que también eran plenamente complementarios) entre el Ecce Homo, "ese Hombre", el sufrimiento humano de Cristo, y el Noli me tangere, "nada me toque", la figura divina de Jesucristo.
 En la exposición actual también se pone en relieve la importancia que tuvo el Concilio de Trento (1545-1563) en la producción artística, pero, en mi opinión, se omite un hecho fundamental: el Concilio de Trento tuvo lugar, en buena medida, como contraposición a la Reforma protestante, y supuso una mejora de la Iglesia Católica, pero también un refuerzo en su catolicidad. Este galimatías, aplicado al plano artístico, viene a decir que desde Roma se refuerza el valor que las obras de arte tenían en un ámbito pedagógico y espiritual, desdeñando los supuestos peligros de idolatría que denunciaban los protestantes. Lo cierto es que, casi quinientos años después, estas tomas de posición se transforman en una riquísima escultura y pintura barroca en los países de mayoría católica, y la práctica nulidad de éstas en los países protestantes.
Juan de Mesa (discípulo de Montañés): Cabeza de San Juan Bautista. Museo de la Catedral. Sevilla.
 En definitiva, para ser justo, como decía al principio, se pueden atribuir muchos defectos a la Iglesia Católica, al fin y al cabo está compuesta por hombres y mujeres falibles, como todos, pero también gracias a la Iglesia Católica se han conservado miles de obras artísticas de incalculable valor que, con regularidad metódica y bien ejecutada, son expuestas a todos aquellos que tenemos gusto y sensibilidad para disfrutarlas.