1 - Lars Tolvarsen
Todavía le seguía hechizando ver la estela del barco
en sus ratos libres. No conseguía separar la vista de la espuma
deshaciéndose lentamente en la lejanía... A pesar del duro trabajo
que tenía en ocasiones y de la mala comida, Lars disfrutaba su vida.
Sentía que había encontrado su lugar, su nicho ecológico, por fin
se sentía seguro, no veía la necesidad de ser el mejor en todo, no
sentía la obligación opresora de emular a su padre, al gran Arvid
Tolvarsen, el gran héroe de guerra que entregó su vida en defensa
de la patria contra la barbarie nazi.
El océano le comprendía, no le exigía que hablara o
se comportara protocolariamente. La vida en el mar era como un barco,
todo estaba compartimentado: las horas de comida, las de sueño, las
de trabajo... no había posibilidad de error, todo estaba planificado
de antemano. Cuando se enroló en el Tinno para la compañía
Jebbens con sede en Bergen supo que su vida escaparía a dos
miradas: una real, protectora pero también exigente (la de su madre,
Ingrid) y otra congelada en el tiempo, dura, inalcanzable (la de su
padre, Arvid). Estas dos personas marcaron su vida hasta que se
embarcó, el listón estaba tan alto que no podía esperar cumplir
sus expectativas. Siempre sería un fracasado aunque triunfara en
todo.
Incluso para las hurañas gentes del mar, Lars era un
bicho raro. Cuando desembarcaban dedicaba el tiempo libre a dar
largos paseos en soledad por la ciudad, nunca bebió con sus
compañeros y menos aún frecuentaba los prostíbulos portuarios a
los que eran tan aficionados los otros. Todos estaban deseando bajar
a tierra para telefonear a sus familias en Bergen u Oslo, pero él
era tan solitario que ni siquiera necesitaba ese calor humano.
Sus compañeros de trabajo, de hecho, no le habían oído
mantener una conversación con nadie que no fuera estrictamente
referida al trabajo. En sus ratos libres paseaba por cubierta o
escribía lo que parecía ser un diario cuando la lluvia arreciaba.
En su espartano camarote prácticamente nada era suyo.
Desde luego no había fotos de chicas desnudas, tan frecuentes en los
otros camarotes, tan solo un recorte de periódico de la foto de un
hombre poco mayor que su edad actual que mira con determinación al
objetivo. Ese hombre era su padre: Arvid Tolvarsen. Lars lo miraba
con admiración forzada que no disimulaba un cierto hartazgo: su
madre le había inoculado esa admiración en la infancia que se tornó
en desdén en su adolescencia.
Lars era hijo póstumo. A su madre, Ingrid, le quedaban
apenas tres meses para dar a luz cuando su padre moriría en el lago
Tinn, tratando de hundir el transbordador que llevaba agua pesada con
la que los nazis querían desarrollar la bomba atómica. La fecha de
aquel terrible suceso quedaría grabado a sangre y fuego en el
pequeño Lars: 22 de febrero de 1944. Con su heroica muerte, Arvid
ascendería al martirologio nacional noruego y provocaría en su hijo
póstumo un complejo de inferioridad que le acompañaría toda su
vida: Lars no conocería a su modelo masculino, no podría desarmarlo
y bajarlo del pedestal cuando llegara a la adolescencia, viendo sus
naturales defectos como ser humano; había quedado petrificado para
siempre, con aquella mirada decidida que tenía en el recorte de
periódico, era como un héroe de bronce... inalcanzable,
insuperable.
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