España es, ciertamente, un país privilegiado en cuanto a historietistas, pasados y presentes; tenemos la vieja guardia del tebeo como Francisco Ibañez (Mortadelo y Filemón), Manolo Vázquez (Anacleto, las hermanas Gilda) o Josep Escobar (Zipi y Zape); los ya plenamente de cómic o novela gráfica, de temática adulta, como Carlos Giménez (Paracuellos, Barrio) o Víctor de la Fuente (Haxtur); para concluir con autores actualmente en producción de la categoría de Paco Roca (Arrugas, El invierno del dibujante) o Antonio Altarriba (El arte de volar, Yo, asesino)... Todos esos sin olvidar, claro, aquellos que se han dedicado al humor gráfico y que todos tenemos en mente: Mingote, Forges, El Roto... la creme de la creme del cómic mundial. Pues bien, el recambio está asegurado con gente tan talentosa como Alfonso Zapico, con poco más de treinta años pero ya plenamente consagrado.
En Zapico se juntan el dibujante y el guionista, ambos de gran calidad. En cuanto al dibujante, a mí me recuerda a Joann Sfar, aunque abunda más en el detalle que el francés; en cuanto al guionista, los temas son los propios de la actual novela gráfica: tramas adultas bien engranado en historia reciente (del siglo XX, al menos). Según parece ha sido muy reconocido en Francia, meca junto con Bélgica del cómic europeo, aquí también recibió premios.
Café Budapest pone en relación la vida de un joven violinista judío húngaro superviviente de Auschwitz con la inestable situación política y social del nacimiento de Israel y la siguiente Guerra árabe-israelí; un combinado a priori muy prometedor. Pero además lo hace con una gran dosis de humanidad, aquella que hoy nos parece imprescindible: la de la intrahistoria que diría Unamuno, es decir la historia con mayúsculas contada a través de las aparentemente insignificantes vidas de la gente normal y corriente, nada de los patrioterismos propagandísticos en que cayó el cómic de finales de los cuarenta y primeros cincuenta como Hazañas bélicas (por cierto, también español, creado por el historietista Boixcar); Café Budapest nos lleva a la única conclusión posible si queremos convivir en paz: que no importan las diferencias, que aquí cabemos todos.
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