Otra vez leo a Hesse, probablemente uno de los escritores que más me influyó en mi juventud. Dicen que cada generación tiene su novela de cabecera; novela que cambia la forma de pensar y ver la vida de uno. Creo que para muchos de los que nacimos en los años sesenta y setenta del pasado siglo fue Cien años de soledad de García Márquez. A mí, la novela del colombiano (y todo lo del colombiano, la verdad) me dejó un poco frío, las vicisitudes generacionales de la familia Buendía en Macondo... no sentí nada cercano. Sin embargo, El lobo estepario, de Hermann Hesse, me llegó muy hondo. Sentí una anormal cercanía a Harry Haller (protagonista de la novela) y su dualidad humana (burguesa y con afán de agradar) y lobuna (salvaje e indiferente a lo que piensen los demás). Recuerdo leer a mis veintipocos años de pe a pa el texto con una fascinación que ahora me sonroja un tanto. Años después, más maduro, releí El lobo estepario y seguí encontrando ese punto de convergencia, ahora más como un extraordinario análisis del escritor alemán del alma humana y de la sociedad que genera. Hoy, habiendo leído alguna vez más el texto de Hesse, considero un tanto extensa la novela, y con dos partes (explícitamente divididas por su autor) que son incongruentes entre sí. Con todo, citaría sin género de dudas a El lobo estepario como la novela que más me marcó en mi juventud.
Después, leí Demian, Siddartha, El juego de los abalorios o Narciso y Golmundo, además de varias colecciones de relatos y cuentos. A pesar de la influencia de El lobo estepario y de las otras novelas, sentí siempre que las dotes narrativas de Hesse eran extraordinarias para los relatos, mientras que en las novelas parecía que, al final, se diluía un tanto y acababa por dar una estructura deslavazada.
Porque, claro está para todos, Hermann Hesse es el escritor de la vuelta a la espiritualidad, de la individualidad y de la libertad. Creo que estos tres aspectos resaltan en todos y cada uno de los textos, largos o cortos, que leí del alemán. La vuelta a la espiritualidad y el rechazo a lo material tiene, para mí, una lectura claramente evangélica (no en vano Hesse era hijo y nieto de pastores protestantes), el espíritu del Sermón de la montaña (la humildad, la preferencia divina por los desfavorecidos, el amor al prójimo, la renuncia a lo material en favor de lo espiritual como ideas principales) está impreso en la narrativa de Hesse hasta mezclarse de forma indisoluble. La defensa a ultranza de la individualidad frente a la aplastante uniformidad de la masa es el segundo principio "hessesiano", aunque esto lleve a la incomprensión y a la soledad; "sólo soy libre cuando estoy solo" llegaría a afirmar. Y precisamente esto último, la libertad, como búsqueda principal de todo ser humano, es el último motor de la prosa del autor; libertad que le llevará a ser considerado un excéntrico, un outsider, un diferente.
Los relatos contenidos en este pequeño volumen de la editorial Edhasa siguen, por supuesto, las líneas generales que he citado antes. Así, Juego de sombras es un sencillo cuento medieval de un poeta enamoradizo (alter ego de Hesse) y la brutalidad militar a la que se ve sometido; Sueño de flautas es un lindo cuadro sentimental, alegoría de la vida: un joven pintor sale a conocer mundo, encuentra a una joven que lo ama, después conoce a un viejo que le canta las maldades de la vida... al final se da cuenta que el viejo no es otra cosa que su propio reflejo en el agua. El relato más notable quizá sea Iris, en el que Hesse reivindica la capacidad de sentir y pensar de la niñez (de nuevo, como dice el Evangelio, "si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos") frente al materialismo rampante de las sociedades occidentales del "gran mundo".
En fin, leer a Hesse es reconciliarse con el ser humano. Al menos con el ser humano más decente de todas las posibilidades habidas y por haber, aquel que antepone su condición espiritual a la animalesca (con perdón de los animales, que sólo pueden comportarse como el instinto les dicta). Hay que leer a Hesse en estado anímico de calma total, de reposo anímico, para poder llegar a alcanzar la iluminación que proyecta; de nuevo, con sentido evangélico, él no es la luz, pero transmite la luz...
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