Mencionar este ya de por sí descacharrante título lleva a la admiración de un grupo de lectores relativamente pequeño pero muy fiel. Porque Douglas Adams es eso que llaman un "autor de culto", un escritor que no es leído por las masas pero que concita el entusiasmo de unos cuantos cientos de miles de lectores en todo el planeta, aunque, claro está, más abundantes en el ámbito anglosajón. Además, de las obras de Adams, ésta es, con diferencia, la más idolatrada por esa pequeña masa de lectores. Es el fenómeno fan, que tiene un origen muy juvenil (más adolescente que otra cosa) por la devoción infantil que profesan sus adeptos, y que, por supuesto, es interesantísimo en este caso para las editoriales, que no sólo venden libros sino que se aprestan a vender la llamada "merchandising", es decir, recuerdos, frecuentemente de escasísimo valor que hace referencia directa a la novela o al autor. Ya se sabe, todo es vendible... Es también algo que a mí me cuesta comprender plenamente (al menos, con la vehemencia con la que se demuestra): la pertenencia a un grupo. En este siglo XXI que acaba de empezar pero que ya, como el pasado, y el pasado, y el pasado... cuenta con su pandemia mundial, su guerra y sus miserias, la pertenencia de todo individuo a una identidad colectiva parece más viva que nunca; hoy, igual que ayer, hay que demostrar de forma rápida y evidente que somos parte de un grupo, que compartimos aficiones, gustos, manías, dejes... que formamos parte de un rebaño, ¡vaya! A mis cincuenta y un años, y siendo como soy un perro verde asocial se comprenderá que todos estos movimientos sociales me den una pereza brutal, pero, a pesar de ello, saqué esta novela del tal Adams y traté de leerla con cierta imparcialidad.
La forma de la novela es muy apresurada, casi todo son diálogos, hay mucha narración pero escasa descripción. Esto es comprensible si tenemos en cuenta que antes que ser novela, la Guía del autoestopista galáctico fue una narración radiofónica para la BBC, y, con el gran éxito adquirido, su autor se vio impelido a ponerlo "negro sobre blanco".
El tipo de humor es muy británico, en un sentido estereotípico, es decir: humor negro, sarcasmo e ironía por doquier. Un servidor es afecto a este tipo de humor, sobre todo en sus grandes cultivadores, como Chesterton, Bernard Shaw o el propio Terry Pratchett, pero he de reconocer que el humor de Adams es menos inteligente, menos agudo, más ramplón y vulgar que los de los tres anteriores. Con todo, he de convenir en que hay momentos que, de puro delirantes, son francamente espléndidos.
El estrafalario argumento es el siguiente: un inglés de clase media, Arthur Dent, ve como su pequeña casa de los suburbios va a ser demolida para permitir la construcción de una autopista; para ayudarle aparece su amigo Ford Prefect, un alienígena de Betelgeuse con forma humana (hago aquí un inciso: el nombre no ha sido traducido, con lo que se pierde un tanto la broma: Ford Prefect es el nombre de un coche inglés muy frecuente en los años 60 y 70 del pasado siglo que se caracterizaba por ser anodino y corriente, de hecho, el alienígena lo eligió para pasar desapercibido; en nuestro país se hubiera comprendido mejor la broma si se hubiera traducido a un nombre como "Seat Ibiza", por ejemplo). Bien, lo cierto es que el tal Ford Prefect sabe que lo que está sufriendo su amigo lo va a sufrir la Tierra al completo, pues ésta va a ser demolida por naves espaciales vogonas (una civilización de un lejano planeta) para crear una vía de comunicación entre galaxias. Pero, hete aquí, que, gracias a un manual electrónico llamado precisamente "Guía del autoestopista galáctico" pueden dar un salto espacial y entrar como polizones en esas mismas naves espaciales antes de que destruyan el planeta. De esa nave pasarán a otra (como buenos autoestopistas) comandada por un tal Zaphod Beeblebrox que fue presidente de la galaxia y que, como todos los políticos, es un delincuente. De ahí pasarán a un planeta, Magrathea, donde viven aquellos que, como remedo cómico de un dios, crean planetas por encargo, y se enteran de que el planeta Tierra fue creado a petición de ratones, especie suprema que ha utilizado a los humanos como meros conejillos de indias (valga la inversión de términos y roles).
En fin, delirante de principio a fin. Ese es, grosso modo, el argumento principal, pero las salidas surrealistas, los personajes inverosímiles (como, por ejemplo, Marvin, un robot depresivo, todo melancolía, nada racionalidad), la ironía en la comparación con la realidad... son lo más destacado de esta novela. Podría decir que Adams es un aprendiz aventajado de esos que cité al principio, pero también hay que reconocer que, teniendo en cuenta que esta, su primera obra, es considerada su obra maestra, y que, lamentablemente, falleció a la temprana edad de cuarenta y nueve años, temo que ese talento haya quedado desaprovechado.
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