Esta vez el hilo conductor de las obras representadas es que fueron obras dilectas de la gran pianista catalana Alicia de Larrocha, de la cual se cumple este año el centenario de su nacimiento. De Larrocha fue, sin duda, una de las más espléndidas embajadoras de la música culta española, en parte gracias a ella, la obra de Albéniz, Granados o Falla se escucharon allende los confines de nuestro país, pudiendo así ser admiradas con el arrobo que merecen.
Precisamente con Albéniz y su obra magna, la Suite Iberia, comenzó el concierto del viernes 26 de mayo. Pero, puesto que de conciertos sinfónicos se trata, se tocó no la archiconocida versión pianística sino la versión orquestada adaptada por Carlos Suriñach. El director hispano-estadounidense modificó la Suite Iberia lo justo para darle el empaque propio de una orquesta sinfónica, pero manteniendo la esencia , quintaesencia en verdad, de la música española (de hecho, Albéniz introdujo muchas tonadas populares en su suite, algunas peteneras, seguiriyas y otros palos flamencos). Eso sí, el tempo se reduce notablemente, dando mayor capacidad de evocación si cabe. El resultado es excelente, aunque pierde un poco de la arrolladora fuerza del piano solista, consigue el enorme volumen sonoro de la orquesta.
La primera parte del concierto continúa con el Concierto para piano en La menor, opus 54 de Robert Schumann, obra paradigmática del Romanticismo musical, con todo el lirismo que aporta los solos de piano (ejecutados con maestría por el "intérprete residente" de la OSCYL, Javier Perianes), sin dejar de lado los "diálogos" entre el piano y la orquesta, especialmente con la sección de viento-madera. La relación de ambos viene gobernado por el director, el neerlandés Antony Hermus, con sus peculiares movimientos robóticos y la ausencia absoluta de batuta o similar. Es una pieza estructurada en tres movimientos, como dicen los musicólogos, altamente "contrastante", especialmente en el tempo, pasando del allegro affettuoso, a un intermezzo dominado por un andantino y acabando con un allegro vivace. Es una obra típica para representar la extraordinaria relación que pueden tener el piano solista y la orquesta.
Por último, tras el descanso, las Danzas sinfónicas, opus 45 de Serguéi Rajmáninov. Rajmáninov es uno de los "fugados del comunismo soviético", en parte por sus orígenes familiares (pertenecía a una familia aristocrática), en parte por huir del opresivo corsé que impuso el comunismo a los creadores artísticos. Es seguro que los obtusos estalinistas habrían purgado al compositor ruso de haber permanecido en su país, no hubieran comprendido la necesidad imperiosa de libertad que tiene un creador de su talento. Como todos los compositores románticos (aunque en su caso ya es la parte final, un tanto heterogénea, que ha sido denominada "posrromanticismo") incluye muchos temas populares de su país, alternado con un motivo melódico tan antiguo como que aparece con frecuencia en el Canto gregoriano, el Dies Irae, pero reducido a las ocho notas que supone la primera estrofa del himno: "Di-es-i-rae-Di-es-i-lla" (Dies irae, dies illa, "día de la ira, aquel día"), una frase musical potente que sirve como contrapunto genial y que fue introducida por muchos compositores de toda época para dar un toque dramático. También tiene tres movimientos y es una obra que tiene mucho que ver con otros compositores rusos contemporáneos que dieron tal giro a la música culta reciente que ésta no podría ser explicada plenamente sin ellos; me refiero, claro, a Stravinsky, a Prokofiev o a Rimsky-Korsakov.
En fin, con el hilo conductor de Alicia de Larrocha, lo cierto es que, a pesar de sus diferencias, los estilos de Albéniz y Rajmáninov tienen mucho en común, mientras que la grandeza romántica de Schumann supone el plato fuerte del concierto. De nuevo, si de un símil gastronómico se tratara, los tres platos (primer plato, segundo plato y postre) tienen, cada uno en sí mismo, calidad suficiente para alimentar a un hambriento... En este caso, hambriento de espíritu...
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