Decimoséptimo (y antepenúltimo) concierto de abono de la temporada 23-24. En esta ocasión, la OSCyL está dirigida por la joven directora neozelandesa Gemma New; la obra de Grieg será interpretada al piano por Stephen Hough.
Habitualmente se programan los conciertos para que las obras menos conocidas y apreciadas por el gran público (aunque, en realidad, los asistentes habituales a un auditorio de música culta están muy por encima del "gran público") queden entre obras célebres y reputadas. Ayer no fue así. El concierto comenzó con una obra de Grazyna Bacewicz, compositora polaca activa principalmente a mitad del siglo XX, poco conocida fuera de su país. Su Divertimento para cuerdas (1965) está dividido en tres movimientos (Allegro, Adagio y Giocoso) que, a pesar del nombre del tercer movimiento, poco tiene de juguetón o de divertimento. El tono general de la obra es pesimista, lúgubre y solemne. Eso sí, permite al concertino explayarse al máximo y demostrar su maestría con el violín. En todo caso, es una obra muy poco representada (de hecho, la de ayer fue la primera representación en España). Temo que dejara frío al auditorio, a mí, al menos, así me dejó.
Pero luego, todavía antes del descanso, nos elevamos a más altas cotas de calidad con el mayor compositor noruego por excelencia, Edvard Grieg. Para ayer programaron su Concierto para piano y orquesta en La menor, op. 16, obra reconocible por todo melómano aunque no sea su archiconocida Peer Gynt. Recuerda la musicóloga Carmen Noheda que esta obra fue presentada en 1869, apenas cuatro años antes que la más famosa, y ya supuso su ascenso a las más altas cotas de popularidad. En aquella época, dice Noheda, el pequeño gigante noruego estaba "encaprichado" con Robert Schumann, siendo su música deudora del gran compositor alemán. Desde luego, el uso del piano es típicamente romántico, con melodías que expresan sentimientos arrebatados, contrastes complejos y ritmos contrastantes (sus tres movimientos son la clara alternancia, Allegro molto moderato, Adagio, Allegro moderato molto e marcato). En el primer movimiento en concreto es de un dramatismo notable, que difiere notablemente del Adagio, que recuerda a las melodías más dulces de Peer Gynt. En todo caso, el lirismo domina la obra, dejando un gusto muy agradable. La interpretación de Stephen Hough tuvo la suficiente maestría como para no restarle un ápice de esa vehemencia que contrasta con la dulzura de otros momentos.
Y para terminar, como plato fuerte, la Sinfonía nº3 en La menor, op.56, "Escocesa". Si antes hablaba del lirismo romántico, pocas obras cumplen todos los parámetros de ese supuesto Romanticismo musical que la Sinfonía escocesa de Mendelssohn. Tradicionalmente se aceptó el hecho de que el gran compositor hamburgués compuso esta extraordinaria obra en un viaje a Escocia, bajo mecenazgo de la propia reina Victoria de Inglaterra, y que allí quedó sobrecogido por la belleza colosal de los acantilados y la fuerza del Atlántico, creando su enorme talento dos obras que han quedado para la posteridad como genialidades de todos los tiempos: la obertura Las Hébridas y esta sinfonía Escocesa. Fuera así o no, la Sinfonía Escocesa fue la última obra del alemán, que moriría de un derrame cerebral con tan solo treinta y ocho años, pero también fue su obra cumbre, la que, paradojas de la vida, lo inmortalizaría. Su estructura en cuatro movimientos es de molde clásico, con un Andante-Allegro, un Scherzo, un Adagio y un Finale-Allegro, aunque ya se intuyen los bríos y contrastes del Romanticismo, desligado de los corsés del Clasicismo. En fin, la Sinfonía Escocesa es emoción en estado puro, sentimiento desbordado ante la belleza paisajística de aquella tierra, una de mis obras favoritas.
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