Hoy, en una de mis frecuentes caminatas por el parque de Las Contiendas me he encontrado con un hecho cotidiano de la vida natural pero que me ha hecho reflexionar profundamente. Ya iba yo rumiando las miserias humanas: la falta de interés por el prójimo, las familias que no son más que un grupo de gente que coincide en apellidos pues en nada se ayudan, la indiferencia general ante la necesidad ajena... Lo habitual de esta sociedad mía y esta familia mía. En fin, pensando estas penurias iba cuando he sentido un estrépito descomunal: el de muchas urracas (nombre científico, Pica pica), tan abundantes e inconfundibles en nuestras ciudades. Por el ruido no podían ser menos de diez ejemplares, era verdaderamente ensordecedor. Mi alma curiosa de naturalista me ha llevado a acercarme a la escandalera. Iba pensando, según me acercaba, que las urracas estarían acechando a algún pobre animal, probablemente a un pichón de torcaz (Columba palumbus) que estuviera desvalido, o puede que incluso un gazapo (Oryctolagus cuniculus) perdido. Ya se sabe lo agresivas que son las urracas y su capacidad depredadora; de hecho, más de una vez he visto urracas acosando algún pichón de paloma doméstica (Columba livia) (viviendo en Lugo, hace más de veinticinco años fui testigo de una escena de depredación de varias urracas sobre un pichón, inicialmente protegido por sus padres, pero al que tuvieron que abandonar finalmente a una muerte lenta). Bien, iba pensando en las urracas como depredadores según me acercaba a los árboles (pino carrasco, Pinus halepensis) en las que estaba el estruendo. Miraba ya hacia los pinos y no veía más que sombras de urracas saltando de rama en rama; sí, no me había confundido, había más de diez ejemplares, todos con gran excitación, provocando un estruendo de mil demonios. En un momento dado, sin embargo, todo cambió, todo se hizo evidente, lo que estaba pasando se aclaró súbitamente: un ave de mayor tamaño que una urraca, de tonos marrones salió del árbol volando a gran velocidad, llevaba un pájaro blanco y negro en sus garras, una urraca. Esa pobre urraca, un adulto ya, iba quieta, quizá ya muerta, quizá mortalmente herida o quizá aterrorizada ante su inminente muerte. Tras la rapaz con su presa salieron volando las diez o doce urracas que llevaba oyendo varios minutos, persiguiendo a la rapaz, siguiendo con su estruendo. No pude identificar plenamente a la rapaz, diría que era un ratonero (Buteo buteo), era demasiado pequeño para ser un águila real (Aquila chrysaetos) o imperial (Aquila adalberti) y muy rechoncho para ser un milano negro (Milvus migrans) o real (Milvus milvus); además, el ratonero es muy frecuente en esta parte de la Meseta. Lo cierto es que fue una sorpresa para mí: de pensar en la capacidad predadora de las urracas a verlas convertidas en presa, y entender el escándalo de graznidos de las otras urracas. No era más que la defensa del congénere a punto de morir. Me pareció, aunque fueran todos aves, algo muy humano. Imaginé las batidas de tigres que se producen con frecuencia en las zonas rurales más remotas de India cuando desaparece algún niño capturado por uno de esos felinos. Ese comportamiento de grupo, que protege al igual frente a la agresión, ¿no parece entendible y natural? Pero me contesté que ése es el mundo natural, cazar y ser cazado, comer y ser comido. En nuestra sociedad se nos olvida esto con frecuencia.
Luego, continuando con mi paseo, me tropecé con un gazapo muerto (Oryctolagus cuniculus), ya devorado, cubierto de moscas de la carne (Cochliomyia macellaria). Esto es algo habitual de encontrar en este parque a las afueras de la ciudad. Era un conejo todavía pequeño, no había llegado a la madurez, aunque ya no era un gazapillo lactante; digamos que, si fuera humano, sería un chico de unos catorce o quince años. Pronto había acabado su experiencia vital. Esto pensaba mientras miraba su breve cuerpo, completamente eviscerado, sus cuencas orbitarias ya vacías...
Seguí adelante un poco apesadumbrado pero, a la vez, estimulado intelectualmente, cuando me encontré una enorme concentración de hormigas (familia Formicidae). De nuevo la curiosidad del naturalista aficionado me hizo acercarme a ver el amontonamiento de insectos, para descubrir que estaban devorando una especie de langosta (familia Acrididae) de un espectacular color verde brillante. Pero lo que más me impactó fue ver que el desgraciado ortóptero todavía se movía entre las decenas hormigas que hacían presa en él, lo estaban devorando vivo...
En fin, para una caminata de un par de horas no está mal. He escrito varias veces lo de mi "curiosidad de naturalista" porque estoy seguro de que la mayoría de los paseantes no tienen ni la curiosidad ni la sensibilidad para descubrir estos hechos terribles pero cotidianos del mundo natural. La reflexión posterior, claro, venía en el sentido de "esto es la vida y no lo que creemos que es en nuestra sociedad aburguesada". Por eso pensamos que "tenemos derecho" a ciertas circunstancias: llegar a viejo, tener salud, tener un techo bajo el que cobijarse, comida diaria, compañía... y no pensamos en la muerte, en la enfermedad (no me refiero a un constipado, claro) en cualquier edad. Así, todas mis cuitas sobre familia desentendida y egocéntrica, de indiferencia ante las necesidades de los otros... quedan en naderías ante la evidencia del mundo natural, y sólo puedo exclamar: ¡Qué suerte tengo de estar vivo a mis cincuenta y tres años! Hasta la fecha, nadie ha venido a cazarme, a devorarme, a sacarme de mi casa... Sé que, en buena medida, nada de esto ha sucedido porque severas leyes impondrían graves penas de cárcel a quienes lo intentaran, porque, desde luego, no son impedimentos morales los que lo evitarían. En fin, queramos o no, vivimos en un mundo natural, aunque muy modificado, y la muerte, la enfermedad, la barbarie también anidan en el corazón humano (sí, también en los de mis familiares), con lo que aun a riesgo de repetirme, voy a exclamar de nuevo: ¡Qué suerte estar vivo!