sábado, 1 de junio de 2024

"Too Many Books?", by Grant Snider (www.incidentalcomics.com).

 

Image taken from the site www.incidentalcomics.com

Quincuagésimo séptima edición de la Feria del Libro de Valladolid.

 

 Ya está aquí la Feria del Libro, un evento modesto, pero, dado el tamaño de ciudad, importante. Digo modesto porque apenas se superan la media centena de casetas, frente a las casi cuatrocientas de la de Madrid, por ejemplo, pero, con todo, es interesante como dinamizador de la vida cultural de la ciudad (aparte, claro, de un modelo de negocio). Lo que nadie duda es del éxito de volver a la Plaza Mayor, el espacio público más reconocible de la ciudad, en lugar de la Acera de Recoletos en la que estuvo durante tantos años en el pasado. En fin, siempre digo lo mismo, que estas ferias tienen más de la imprescindible periferia de la literatura que otra cosa, es decir, que es más para libreros y editoriales que para lectores, pero (desgraciadamente) los lectores necesitamos  a libreros y editores, ¡qué le vamos a hacer! Obviando esto es un gusto echar un rato entre casetas revisando carátulas y contraportadas.

martes, 28 de mayo de 2024

"La habitación del poeta", de Robert Walser.

  Sigo tratando de desentrañar la personalidad de Robert Walser, atrayente y repulsiva a la vez para mí. Atrayente por ser un autor con un dominio de la lengua escrita extraordinario, con una sensibilidad para describir las mayores nimiedades, las insignificancias de la vida cotidiana como pocos escritores tienen; y repulsiva por los personajes humildes hasta la perversión, hasta la anulación humana. De las tres novelas del suizo, he leído dos: Los hermanos Tanner y Jakob von Gunten, me faltaría una tercera, El ayudante, que no creo que vaya a leer, y ninguna de las dos terminé de leer plenamente. La sensación de estar leyendo el texto de un enfermo mental persistía en todo momento. Las novelas son, según parece, autobiográficas, y los personajes principales son seres destruidos, aniquilados por sí mismos, humildes hasta la abyección, deshumanizados, indignos... Se hace repulsiva, ya digo, su lectura. Es verdad que en la especie humana predomina el vicio contrario: la soberbia, la arrogancia, la vanidad, la prepotencia... pero cuando se llega al otro extremo las sensaciones que deja son igualmente desasosegantes. Obviamente, la virtud está en la dignidad, sin arrogancia pero sin desprecio propio, una dignidad que no trata de imponer nada a nadie, pero tampoco permite que nada se le imponga.
 Pero esos personajes rotos y humillados aparecen en sus novelas, en los libros que son textos y notas tomados a vuelapluma en sus habituales paseos, aparece la sensibilidad ante lo pequeño y su belleza intrínseca, muestra un alma de poeta enamorado de la beldad más sencilla y pura. Así, leer El paseo es una delicia, igual que El bandido, pero, sobre todo, El pequeño zoológico, donde Walser describe en prosa poética los sentimientos que le generan la contemplación de los animales más cotidianos y comunes. Son estos libros donde muestra un talento literario sin verdaderas pretensiones, sin esas arrogancias, claro, pero sin la abyección indigna de las novelas.
 Bien, pues La habitación del poeta pertenece a ese segundo grupo, a las anotaciones tomadas a vuelapluma sobre los lugares y hechos más ordinarios posibles: una estación de tren, una excursión, un tiovivo... Lo de menos es qué describe, sino cómo lo describe, con que finura, con que talento. Es difícil no esbozar una sonrisa cuando se está leyendo, porque, a diferencia de lo que ocurre con sus novelas, estos textos destilan un optimismo y un encandilamiento juveniles. Ya digo, es el escritor con alma de poeta que se maravilla ante todo con una mirada infantil y prístina.
 La habitación del poeta recoge textos en prosa, pero también algunas poesías en verso libre que están en la misma línea que la prosa. De hecho, la prosa, por su lirismo, es más prosa poética que otra cosa. Es una gozada leer la parte buena de Robert Walser. Son lecturas que animan el día, que ayudan a superar el tedio y embrutecimiento que provocan vivir inserto en la sociedad humana.

domingo, 26 de mayo de 2024

Inciso musical: concierto de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, dirigida por Gemma New. Obras de Bacewicz, Grieg y Mendelssohn.

  Decimoséptimo (y antepenúltimo) concierto de abono de la temporada 23-24. En esta ocasión, la OSCyL está dirigida por la joven directora neozelandesa Gemma New; la obra de Grieg será interpretada al piano por Stephen Hough.
 Habitualmente se programan los conciertos para que las obras menos conocidas y apreciadas por el gran público (aunque, en realidad, los asistentes habituales a un auditorio de música culta están muy por encima del "gran público") queden entre obras célebres y reputadas. Ayer no fue así. El concierto comenzó con una obra de Grazyna Bacewicz, compositora polaca activa principalmente a mitad del siglo XX, poco conocida fuera de su país. Su Divertimento para cuerdas (1965) está dividido en tres movimientos (Allegro, Adagio y Giocoso) que, a pesar del nombre del tercer movimiento, poco tiene de juguetón o de divertimento. El tono general de la obra es pesimista, lúgubre y solemne. Eso sí, permite al concertino explayarse al máximo y demostrar su maestría con el violín. En todo caso, es una obra muy poco representada (de hecho, la de ayer fue la primera representación en España). Temo que dejara frío al auditorio, a mí, al menos, así me dejó.
 Pero luego, todavía antes del descanso, nos elevamos a más altas cotas de calidad con el mayor compositor noruego por excelencia, Edvard Grieg. Para ayer programaron su Concierto para piano y orquesta en La menor, op. 16, obra reconocible por todo melómano aunque no sea su archiconocida Peer Gynt. Recuerda la musicóloga Carmen Noheda que esta obra fue presentada en 1869, apenas cuatro años antes que la más famosa, y ya supuso su ascenso a las más altas cotas de popularidad. En aquella época, dice Noheda, el pequeño gigante noruego estaba "encaprichado" con Robert Schumann, siendo su música deudora del gran compositor alemán. Desde luego, el uso del piano es típicamente romántico, con melodías que expresan sentimientos arrebatados, contrastes complejos y ritmos contrastantes (sus tres movimientos son la clara alternancia, Allegro molto moderato, Adagio, Allegro moderato molto e marcato). En el primer movimiento en concreto es de un dramatismo notable, que difiere notablemente del Adagio, que recuerda a las melodías más dulces de Peer Gynt. En todo caso, el lirismo domina la obra, dejando un gusto muy agradable. La interpretación de Stephen Hough tuvo la suficiente maestría como para no restarle un ápice de esa vehemencia que contrasta con la dulzura de otros momentos.
 Y para terminar, como plato fuerte, la Sinfonía nº3 en La menor, op.56, "Escocesa". Si antes hablaba del lirismo romántico, pocas obras cumplen todos los parámetros de ese supuesto Romanticismo musical que la Sinfonía escocesa de Mendelssohn. Tradicionalmente se aceptó el hecho de que el gran compositor hamburgués compuso esta extraordinaria obra en un viaje a Escocia, bajo mecenazgo de la propia reina Victoria de Inglaterra, y que allí quedó sobrecogido por la belleza colosal de los acantilados y la fuerza del Atlántico, creando su enorme talento dos obras que han quedado para la posteridad como genialidades de todos los tiempos: la obertura Las Hébridas y esta sinfonía Escocesa. Fuera así o no, la Sinfonía Escocesa fue la última obra del alemán, que moriría de un derrame cerebral con tan solo treinta y ocho años, pero también fue su obra cumbre, la que, paradojas de la vida, lo inmortalizaría. Su estructura en cuatro movimientos es de molde clásico, con un Andante-Allegro, un Scherzo, un Adagio y un Finale-Allegro, aunque ya se intuyen los bríos y contrastes del Romanticismo, desligado de los corsés del Clasicismo. En fin, la Sinfonía Escocesa es emoción en estado puro, sentimiento desbordado ante la belleza paisajística de aquella tierra, una de mis obras favoritas.

jueves, 23 de mayo de 2024

"La Tierra Larga", de Terry Pratchett y Stephen Baxter.

  Hace casi dos años leí la quinta entrega de la serie La Tierra Larga, titulada El largo Cosmos. Lo hice por error, la verdad, creí que era una novela independiente. No me entusiasmó, sobre todo por comparación con las novelas del Mundodisco, verdaderas obras maestras del subgénero narrativo de ciencia ficción. Bueno, como ya acabé las cuarenta y una espléndidas novelas del Mundodisco, empecé a echar de menos la sutil ironía de Pratchett, su capacidad de reírse de la vanidad humana que tanto daño hace. Así que saqué la primera entrega de La Tierra Larga, con título homónimo.
 El concepto básico de ciencia ficción aquí son los viajes en el tiempo, pero no en un sentido más clásico (como, por ejemplo, la extraordinaria novela de H.G. Wells, La máquina del tiempo, verdadero icono mil veces imitado), sino con la supuesta existencia de multitud de planetas Tierra que se dispondrían en paralelo y a los que se podría saltar con un pequeño ingenio llamado "cruzadora". En estas Tierra paralelas, carentes de vida humana, se van produciendo cambios geológicos y climáticos que promueven la aparición de nuevas especies animales y vegetales. Aparentemente, el número de Tierras es infinito, denominando "Tierras bajas" a los planetas más cercanos al planeta original (rebautizado como "Datum"), planetas estos con pocas variaciones al habitado por humanos; y "Tierras altas" a los planetas que están a miles de cruces de uno a otro, estos ya tienen cambios geológicos, de clima, así como de fauna y flora. Los personajes principales son Joshua Valienté, un "cruzador natural", alguien que no necesita de la conocida máquina para pasar de un planeta a otro; Lobsang, un monje budista tibetano reencarnado como inteligencia artificial en una máquina expendedora (ironía "pratchettiana" típica); y Sally Linsay, hija del desarrollador de la famosa cruzadora de marras, que vagabundea por las Tierras altas en busca de aventuras y conocimientos. Juntos irán pasando de un planeta a otro en un dirigible llamado "Mark Twain" (guiño metaliterario), para ir registrando los cambios bruscos que se acentúan cuanto más se alejan del Datum.
 Ése es el esbozo del argumento principal, los temas incluidos son: la evolución de seres vivos, que toman infinitos caminos en cada planeta; la búsqueda de soledad y el aislamiento personal en planetas carentes de vida humana, algo presente en multitud de novelas de ciencia ficción; y el afán explorador de otros mundos, por muy parecidos que puedan ser al nuestro. Esos tres temas son muy habituales en narrativa de ciencia ficción, especialmente el de la misantropía, tanto del autor como de los lectores, que los lleva a imaginarse a sí mismos en enormes planetas carentes de humanos, (por otra parte, qué lector empedernido no ha soñado con alejarse de la sociedad para siempre... el propio hecho de leer supone dejar de estar con nuestros semejantes, aunque sea por unas horas).
 Bien, La Tierra larga no es la mejor novela de ciencia ficción con viajes en el tiempo que haya leído, pero engancha lo suficiente como para desear seguir leyendo la saga al terminarla. Echo de menos el mordiente humor de Pratchett que lo caracteriza en el Mundodisco, aquí, salvo un par de pequeños brillos, todo parece demasiado serio para un humorista genial como el inglés, capaz de sacarle punta al tema mas anodino. Es probable que la influencia de Stephen Baxter, coautor de la saga, sea muy notable, toda vez que, por lo que parece, este autor tiene varias novelas de ciencia ficción con argumentos muy semejantes (entre ellas, una continuación de La máquina del tiempo de Wells). No he leído nada más de Baxter, con lo que no puedo juzgar con propiedad. En todo caso, no deja de ser una novela entretenida, original y recomendable. Continuaré en un futuro la lectura de la saga.

sábado, 18 de mayo de 2024

"El caballero y la muerte", de Leonardo Sciascia.

  Todavía, a mis cincuenta y tres años, más de cuarenta de ávido lector, sigo descubriendo autores notables e incluso sobresalientes. Me congratula esto. Denota que todavía tengo que aprender, lo cual quiere decir que no soy tan viejo, que tengo hueco entre los vivos, que puedo mejorar como ser humano, que el mañana tiene un sentido... El lector estará pensando que me he levantado hoy con pie sensiblero, pero es que muchos de los que leen este blog (sospecho que no todos, sospecho que hay algunos muy cercanos) no saben que en mi familia, como en tantas de este sacrosanto país, se valora por encima de todo la adhesión infatigable a principios sempiternos a los que uno ha de suscribirse desde la más tierna adolescencia, entonces se apaga el cerebro y se sigue sobreviviendo seis, siete u ocho decenios más. En esa incapacidad de aprendizaje y cambio desde los escasos veinte años se encuentran mis señores padres, se encontraban mis abuelos, ya fallecidos, y otros muchos consanguíneos del que escribe. Creen ellos que así demuestran carácter, personalidad y principios; creo yo que así sólo demuestran estolidez y tozudez. De modo que, en mi opinión, que un quincuagenario pueda admitir abiertamente ignorancia sobre algo y afán de ilustración evidencia que ese individuo está vivo todavía, que su corazón late y, más importante, su cerebro piensa.
 A Leonardo Sciascia me lo recomendó un vecino de mi localidad del Auditorio Miguel Delibes, italiano meridional, como el propio escritor, hablando de uno de los grandes de la lengua de Dante, de Primo Levi, y de la Editorial Einaudi en la que ambos publicaban. No me extrañó mi ignorancia, pues desprecio altaneramente (de forma un tanto vanidosa y estúpida, reconozco) la literatura contemporánea, pero es que, conociendo el infame negocio editorial que promueve a escritorzuelos de medio pelo para vender libros como rosquillas, prefiero dejar que el tiempo ponga a cada uno en su lugar. He comprobado que, a la vuelta de cien años, lo que eran meros "fenómenos editoriales", simples promociones comerciales, decaen, mientras que la buena literatura de verdad se sigue leyendo y sigue influenciando a otros escritores. En fin, sea como fuere, leí a este tal Sciascia (1921-1989) en lo que parece ser un relato publicado en las postrimerías de su vida (1988) con un personaje enfermo del mismo cáncer que acabaría con su propia existencia.
 Bien, reconozco que, en un primer momento, tuve sensaciones contrapuestas al leer El caballero y la muerte: por un lado admitía la calidad de su prosa, con frases largas y adjetivadas para ser un escritor de la segunda mitad del siglo XX, con personajes bien pergeñados y un enfoque  novedoso del argumento; pero, por otro lado, se trata de una novela policíaca, subgénero al que yo no soy muy afecto. Al ser un relato de poco más de cien páginas destaca mucho el ritmo que se da a la narración y, sobre todo, el brusco giro argumental del final, sin duda lo mejor de la novela. Ese giro final da una originalidad que deja un sabor de boca excelente, haciéndole olvidar a uno el subgénero policíaco al que aludía antes.
 En esencia se trata de un policía que investiga el asesinato de un abogado a manos de un grupúsculo terrorista autodenominado "Los hijos del 89", juego de palabras, pues la acción se desarrolla en 1989, pero los asesinos, en realidad, se identifican con el año 1789, el de la Revolución Francesa. Ya decía que este policía es un alter ego del escritor, fumador empedernido y enfermo de cáncer, es avispado sobremanera para ser un simple policía, en buena medida por ser culto y erudito, gran aficionado a la literatura y el arte en general. En fin, es tan corto el texto que el argumento está poco desarrollado, pero el excelente remate final lo mejora notabilísimamente.
 Prometo leer más adelante a Leonardo Sciascia de nuevo, narraciones más extensas y, preferentemente, que no sean de tipo policíaco, pero el sabor que me ha dejado El caballero y la muerte ha sido muy bueno.

miércoles, 15 de mayo de 2024

"Los herederos", de Isaac Bashevis Singer.

  Otra novela más del Nobel de literatura de 1978, ésta es la continuación argumental de La casa de Jampol. Ahora son los hijos y nietos del patriarca familiar, Calman Jacoby, aquél que se asentó en Jampol en la propiedad de un noble polaco e hizo fortuna con una mina y la construcción del ferrocarril. El propio Calman tuvo vida complicada con amantes, hijos de distintas mujeres, avatares y vicisitudes variadas... Pero sus hijos tendrán muchas más dificultades, tanto económicas como sociales y políticas. Pero los escollos más notables a los que Singer presta atención son los cambios de costumbres religiosas y sociales: la secularización de los judíos, que abandonan sus liturgias e incluso acaban renegando de Dios, y abrazan las nuevas tendencias sociopolíticas que estaban anegando el planeta en aquel fin del siglo XIX, el comunismo, el anarquismo, la revolución social... Todo ello lleva a la judería polaca a cambiar en pocos decenios lo que no se había hecho en siglos. Durante generaciones, los israelitas habían vivido igual, pero ahora los padres no reconocen a los hijos. En ese fin de siglo, además, el antisemitismo entre la población mayoritaria de Polonia lleva a miles de judíos a la diáspora en busca de horizontes más pacíficos: muchos a Estados Unidos, otros a Palestina, unos pocos a Europa Occidental... Las familias hebreas se rompen tanto por separación geográfica como emocional. Todo esto, claro, genera mucho dolor, pero también abre nuevos horizontes que parecían vedados cuando, antaño, los hijos vivían como sus padres y abuelos. Y ahí está la genialidad de Isaac Bashevis Singer, en retratar esa zozobra emocional de los judíos centroeuropeos que modeló en cierta forma la historia de todo el continente.
 Porque a la vez que se narran las mil circunstancias vitales de los personajes (la intrahistoria, que diría Unamuno), se narran vagamente también los hechos más destacados de la alta política: las revueltas antirrusas en Polonia, el militarismo creciente de Prusia, la preocupante animadversión entre ese país y Francia, las huelgas obreras en toda Europa, el tsunami comunista y anarquista que conquista a millones en todo el continente, el aumento del antisemitismo... Todo como un trasfondo entre los amoríos y desamores entre los personajes, sus cambios de costumbres, la secularización de muchos, el retorno a los viejos hábitos de unos pocos... 
 Como en La casa de Jampol el personaje más interesante, por ser el mejor delineado y al que el autor dedica más extensión, es Clara. Clara representa ese espíritu estereotípicamente judío, capaz de arrostrar cualquier dificultad, de adaptarse a la cambiante realidad para sacar lo mejor (o lo menos malo, si no queda otra) de cada día. Una resiliencia que ha permitido sobrevivir durante milenios a uno de los colectivos étnicos más odiados en el planeta. Ahora, Clara se debate entre los amores de Alexander Zipkin, el médico asentado en Nueva York, y Mirkin, un rico empresario ruso; Clara es apasionada, pero la pasión no ciega su visión economicista de la relación, sopesando qué puede ser mejor para sí misma y para sus hijos... Es un personaje tan humano, tan verosímil que uno cree conocerla perfectamente.
 Finalmente, Singer reflexiona (como lo hace un narrador, en la mente y las palabras de sus personajes) sobre la razón última de la existencia, la conveniencia de adherirse a antiguas liturgias y costumbres o adaptarse a los cambios que traen los nuevos tiempos... Releyendo su biografía, uno puede descubrir rasgos del escritor en sus personajes: en la propia Clara y su capacidad de supervivencia, en Ezriel y su tendencia al vegetarianismo, en Jochanan y su adhesión a la religión de sus padres... Se puede decir que todos los personajes tienen algo de su creador.
 Por otro lado, todo es expuesto sin acaloramiento y, sobre todo, sin sectarismos. Singer no toma partido por ninguna tendencia, simplemente las muestra, dejando al lector que madure su propio criterio. Esto es especialmente tangible cuando, por ejemplo, describe hechos a través de los protagonistas que retratan, cada uno desde su perspectiva, los acontecimientos, será el lector el que llegue a la conclusión de qué ha ocurrido, al leer referencias complementarias o contrarias. Es, en sí mismo, la defensa a ultranza de la relatividad de todo, de la ausencia de hechos absolutos, de la inexistencia de verdades o mentiras totales, de la carencia de "instrucciones para vivir". No hay líneas maestras, no hay líderes infalibles, sólo se puede cargar con nuestra propia inseguridad y abrirse camino en la oscuridad. Ya lo decía Machado: "Caminante, no hay camino, se hace camino al andar..."

domingo, 5 de mayo de 2024

"El amor de un hombre de cincuenta años", de Anthony Trollope.

  Novela menor de Trollope, menor tanto en extensión (menos de trescientas páginas en su época hubiera sido considerado más un relato que una novela), como en su calidad (nada que ver con las novelas del ciclo de Barchester o las llamadas políticas). Es un ejemplo típico de lo que yo injustamente llamo "literatura de té y pastas", en el sentido de que su argumento, amores y desamores de gente burguesa, es perfecta para que las señoronas también aburguesadas las leyeran en sus interminables horas de ocio y luego las comentaran con sus amigas (algo semejante con lo que hoy ocurre con los culebrones televisivos). Pero, ya digo, es injusto denominarla así porque la calidad literaria es verdaderamente excelsa. Ojalá esta "literatura de té y pastas" fuera la forma de matar el tiempo de esta época en lugar de estar enganchados a basura televisiva o internáutica. 
 El argumento es, en efecto, los amores y desamores de gente acomodada que no tiene mucho que hacer: un rico gentleman de cierta edad (a este respecto es curioso que se haya traducido la novela por El amor de un hombre de cincuenta años cuando el título original es An Old Man's Love, si bien es cierto que desde el principio, Trollope describe al señor Whittlestaff como un cincuentón, aludiendo a que no es viejo todavía pero ya no joven para esos amoríos) acoge en su casa a una joven de veinte años, Mary Lawrie, tras la muerte sucesiva de sus padres y su tía. Esta tal Mary Lawrie era hija de un íntimo amigo de Whittlestaff al cual prometió cuidar de su única hija cuando le faltara apoyo familiar. La señora Baggett, ama de llaves de la mansión, entrometida y mandona, desaconseja a su señor que acoja a una jovencita ya talluda de la que, muy probablemente, se acabe enamoriscando. El señor de la casa, contra el consejo de la vieja, acoge a la chica y, como la vieja predijo, se acaba por prendar de ella. Tras mucho pensar, Whittlestaff acaba por pedirla en matrimonio, cosa que la joven acaba aceptando más por obligación que por otra cosa, no sin ocultarle que dio palabra de amor en el pasado a un joven que fue rechazado por su pobreza. Bien, el joven en cuestión, John Gordon, regresa de Sudáfrica, donde ha conseguido enriquecerse con acciones de minas de diamantes. La llegada de Gordon (joven apuesto, antiguo enamorado de Mary, y ahora rico) completa este triángulo amoroso clásico entre la joven indecisa, el viejo paternalista, y el joven y antiguo amor. 
 Una historia muy vieja, como se puede ver, pero Trollope la cuece a fuego lento dando avances y retrocesos, decisiones e indecisiones, dimes y diretes en las relaciones entre los tres, con el entrometimiento de la señora Baggett, su alcohólico marido, un cura deslenguado y una familia amiga que compone toda la troupe de la novela. 
 Ése es el argumento. Los temas tratados en la novela serán la soledad, el afán de compañía aunque sea con relaciones disparejas y la validez de la palabra dada. Leyéndola ciento cuarenta años después de ser escrita (lo fue en 1884) habrá que incluir entre la temática los roles de sexo entre la mujer que no tiene otra salida que esperar la decisión de un hombre (dos en este caso) sobre ella, o la de los hombres cuya situación económica lo es todo. Pero, aclaro, eso sería en la evolución social de nuestros tiempos, la novela se puede entender perfectamente (si se tiene un cierto nivel cultural, claro) sin sacarla de su contexto histórico.
 Pero, en mi opinión, lo mejor de la novela, habitual en Anthony Trollope, y que lo eleva a la más alta categoría de los escritores de todos los tiempos es la extraordinaria verosimilitud de los personajes. Trollope es un excelente creador de personajes, los dota de vida de una manera tan convincente que el lector acaba por "conocerlos" perfectamente. Una de las formas de dar credibilidad a personajes de ficción es describir sus sentimientos y pensamientos con detalle, con mimo y en eso Trollope es un maestro; otra forma es hacer que los personajes evolucionen en el tiempo, cambiando sus pensamientos y sentimientos, para que el lector pueda ver que están vivos, que son reales. En El amor de un hombre de cincuenta años, Trollope se esmera en la evolución psicológica de los tres personajes principales, pasando todos por distintas fases como una persona real hace a lo largo de su vida. Esa es una de las mayores grandezas de este autor, algo que hace meritoria su lectura aunque el argumento nos parezca un tanto ñoño.

sábado, 4 de mayo de 2024

Inciso musical: concierto de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León dirigida por Thierry Fischer. Obras de Copland, Tower, Adams y Beethoven.

  Decimosexto concierto de abono de la temporada 23-24 de la OSCyL, dirigida por su habitual batuta. Leyendo el título de esta entrada ya pongo en palabras la idea que tengo en la cabeza: la primera parte del concierto fueron obras de Copland, Tower y Adams, la segunda parte, de Beethoven. ¿Qué parte del concierto me gustó más, cuál tuvo más calidad? La respuesta es obvia, ¿no? Pero, como diría un buen programador de conciertos, éstos tienen que ser contrastantes, variados y diversos. No puede ser más diverso un concierto en cuya primera mitad se interpreta a compositores del siglo XX y, en la parte final, a un gigante como Beethoven. Y, bien mirado, en la variación está el gusto, también en el ámbito musical, aunque suponga cambios notables en el número de músicos y su disposición, algo que pone en un brete la logística y organización del escenario. Y es que no puede haber muchos cambios más profundos que organizar el escenario para que toquen una fanfarria de Copland o Tower, todo con viento metal y percusión, y, en unos pocos minutos, disponer todo para que toque una orquesta sinfónica completa. Desde este humilde blog vaya mi reconocimiento y admiración a los esforzados trabajadores de la logística del auditorio, grandes olvidados, sin los que no sería posible el cotidiano milagro del disfrute musical.
 En la primera parte, pues, obras del siglo XX. La Fanfarria para el hombre común es una obra muy reconocible, que hemos escuchado en multitud de películas, documentales y videos. En sus escasos tres minutos se condensa una música épica, imponente y subyugante que sólo la combinación entre los instrumentos de viento metal y la percusión puede producir. Por ello se ha utilizado tanto para ilustrar momentos únicos de heroicidades y descubrimientos varios. Si al lector de este blog, como es probable, no le viene a la cabeza la melodía de esta fanfarria, búsquese en internet y seguro que se emite un "ah, sí..." Pues eso. Hay piezas cuyo autor, en este caso Aaron Copland, no son conocidos para la gran audiencia, pero sí sus melodías. Según parece, Copland compuso su Fanfarria para el hombre común en 1942 en una suerte de concurso para homenajear a los combatientes que se dejaban la vida en la entonces en curso Segunda Guerra Mundial. Hubiera sido mejor homenaje suspender los combates, pero bueno, al menos nos ha quedado esta excelente y breve pieza.
 Después, estamos en 2024 y en Europa, parece ser que es necesario hacer un contrarresto para buscar la "igualdad de género", con lo que se programa la Fanfarria para la mujer fuera de lo común, de Joan Tower, compuesta en 1987. Poco más se puede decir que esto tan recurrido de la "igualdad de género" (de hecho, en el programa de mano del concierto de ayer es lo único que se destaca). La obra es de mucho menor empaque que la anterior; a pesar del viento metal y la percusión, no tiene la fuerza que debiera, resultando ser una pieza anodina y vulgar.
 Pero el programador, demostrando que todo se puede empeorar, propone la Absolute Jest (Broma total) de John Adams. Obra de 2012, tiene la peculiaridad de estar compuesta para que un cuarteto de cuerda (en el concierto de ayer, el Cuarteto Casals) la interprete acompañada del resto de la orquesta sinfónica. Lo mejor de esta pieza es lo exigente que es con los solistas, sacando a relucir su virtuosismo con el arco (no el de las flechas, claro, sino con el arco del violín, viola y chelo... Perdón por el chiste fácil, pero no me he podido resistir). Por lo demás, la obra es una verdadera broma, como su nombre indica, un ejercicio de virtuosismo carente de una melodía que sirva de hilo conductor.
 Pero, para terminar, a modo de colofón, de recordatorio de la belleza que inunda el sórdido matadero que antes llamábamos Humanidad, para poder reconciliarnos con el mundo... toca la Sinfonía nº3 de Beethoven, la "Heroica". ¡Menos mal! Porque si no el resultado de la primera mitad, con la obra de Adams al final hubiera sido francamente desilusionante. Pero aquí está el bueno de Ludwig para recordarnos que su mera existencia mejoró la condición humana y elevó el espíritu de este "mono con pantalones" que es el homo sapiens. Bueno, paro ya, que me estoy poniendo tremendo. Como comenté en otra entrada, la Orquesta Sinfónica de Castilla y León tomó la acertadísima decisión de interpretar las nueve sinfonías de Beethoven a lo largo de tres temporadas. ¡Magno y loable propósito! Entiendo la dificultad organizativa y el desafío que supone abordar tal reto, pero como rendido melómano beethoveniano aplaudo la soberbia meta. En la temporada 23-24 ha tocado, pues, las tres primeras sinfonías, hoy la Tercera, comúnmente llamada Heroica. Y, entonces, el mundo se para. Las bromas anteriores, la "igualdad de género" y demás zarandajas desaparecen, y emerge la genialidad de un gigante como Beethoven. En apenas cuatro movimientos y cincuenta y tantos minutos, la sublimidad se hace audible. El primer movimiento, Allegro con brio, contiene una de las frases musicales más reconocibles de toda la música culta, una maravilla sin igual que, teniendo sensibilidad suficiente, emociona y cura de todas las enfermedades del alma que uno acumula con los años. Tanto el tempo como la melodía es amable y alegre, no exenta de pomposidad (recordemos que Beethoven compuso su Tercera sinfonía inicialmente para Napoleón, aunque luego lo dedicara finalmente al príncipe vienés Lobkowitz) y rotundidad. Los musicólogos consideran que con esta sinfonía Beethoven iniciaría su "periodo intermedio o heroico" que acabaría por comenzar el periodo del Romanticismo musical. El segundo movimiento, Marcia funebre, Adagio assai, supone el contrapunto perfecto, otra melodía reconocible por cualquier melómano, ésta triste y pausada como corresponde a una marcha fúnebre. La alegría y el ritmo es retomado con el tercer movimiento, Scherzo, Allegro vivace, evolución natural en Beethoven de los antiguos minuetos. El último movimiento, Finale, Allegro molto, incluye un tutti glorioso que remata una de las más bellas sinfonías del genio de Bonn. La influencia posterior de esta sinfonía es tan inmensa que se considera un punto de inflexión en la música culta que pone el quiebro entre el Clasicismo, con su claridad de melodías y su simetría de frases y el Romanticismo, con sus contrastes melódicos, sus ritmos variados y su mayor dramatismo. En el día de ayer, su interpretación por la OSCyl me reconcilió de nuevo con el género humano.

viernes, 26 de abril de 2024

"Cuento de invierno", de William Shakespeare.

  Un profundo error de nuestros días es tomar a los egregios autores del pasado, los "clásicos", como hombres de letras, eruditos, intelectuales que dedicaban su vida a dejar obras para la posteridad que serían estudiadas milimétricamente por otros eruditos. La verdadera Historia nos muestra a Miguel de Cervantes, por ejemplo,  como un tipo cuya vida no pudo ser más compleja y azarosa: soldado de fortuna, cobrador de impuestos, pasó años en la cárcel, hambre y miserias a más no poder, quedó tullido en batalla... Vamos, que el autor de El Quijote no fue precisamente un sabio recluido en su estudio, sino un tipo que vivió una existencia arrastrada hasta el mismo día de su muerte. Algo semejante le pasó a William Shakespeare (aprovecho a juntarlos ahora que desde las altas instituciones académicas y lingüísticas se los quiere meter en el mismo saco, sobre todo porque se cree que pudieron morir el mismo día). Procedente de una familia de clase media baja, el Bardo de Avon casó a los dieciocho años con una mujer de veintiséis como dice la labia popular, "de penalti" (que ya habían consumado antes del altar, vamos), después de mil problemas se afincaron en Londres, peleándose con todo y con todos para poder estrenar alguna obra de cuando en cuando; ya en 1611 se retiró a Stratford-upon-Avon, un villorrio por aquel entonces, para huir de amenazas y acreedores de la capital, muriendo a la edad de cincuenta y dos años. Por otro lado, ni Cervantes ni Shakespeare, máximas lumbreras de la lengua castellana e inglesa respectivamente pisaron universidad alguna, ambos eran simples bachilleres... Vamos, que quien busque ilustración, erudición y vida de sabio recluido en estos dos se equivoca de lado a lado.
 Y, en el caso de Shakespeare, la azarosa vida del dramaturgo tenía más que ver con buscar empresarios que aceptaran representar sus obras para así poder cobrar algo, que en escribir (el propio autor acabó comprando un teatro para poder representar). De hecho, la producción teatral de Shakespeare, hoy fundamental en la lengua inglesa, estaba supeditada a la representación, tanto era así que no tenía problema en quitar o añadir algo a la obra si el empresario teatral así lo exigía, como en adaptar obras ajenas.
 Y precisamente una obra ajena es Cuento de invierno, basada en un romance de temática pastoril de Robert Greene llamado Pandosto. Shakespeare modifica algunos personajes, algo el argumento y cambia el final, pero el argumento principal es el del romance. Es evidente, pues, que Shakespeare no estaba especialmente interesado en "quedar para la posteridad" o "crear alta literatura", sino salir del paso adaptando un poema para que fuera una obra teatral representable y exitosa.
 Bueno, en todo caso, Cuento de invierno es un drama (tragicomedia, podría ser; romance, sí; comedia, no) dividido en cinco actos, muy distintos entre sí de longitud y temática, ambientados entre Sicilia y Bohemia. Por cierto, el autor comete el supuesto error de hablar de "la costa de Bohemia", que es, ya se sabe, una región interior (se discute si fue un error geográfico o una licencia artística) que chirría un poco al leerlo hoy en día.
 El argumento es, muy abreviado, éste: Acto I: en Sicilia, el rey de la isla mediterránea, Leontes, y el de Bohemia, Políxenes, se intercambian lisonjas y parabienes. Leontes pretende que su invitado  se quede unos días más, para ello mete a su esposa en danza, Hermíone, quien requiebra también a Políxenes. En ese momento, Leontes entra en una locura celosa, creyendo que su mujer se excede y que, en realidad, mantiene relaciones adulterinas con el bohemio, incluso que la criatura que lleva en el vientre es del centroeuropeo. Tan terribles son los celos del siciliano, que ordena a Camilo, noble y copero del rey, que envenene a Políxenes. El copero real se niega a cumplir la orden, avisa al bohemio y juntos huyen de Sicilia. Acto II: Leontes, todavía ciego de celos, acusa públicamente a Hermíone de adúltera y la encarcela. La reina, con el sofoco, pare prematuramente a su hija. Paulina, noble y esposa de Antígono, presenta a la recién nacida a Leontes, con el fin de ablandarlo. Lejos de apiadarse, Leontes exige a Antígono que se lleve a la niña y la abandone en una lejana región. Simultáneamente, Leontes ha enviado mensajeros hasta Grecia para que consulten al Oráculo de Delfos sobre la culpabilidad de su mujer. Acto III: los mensajeros, ya de vuelta, abren los sellos del oráculo y revelan que el dios Apolo conoce la inocencia de Hermíone y la paternidad de Leontes. Con todo, la reina es juzgada por adúltera y traidora. En mitad del juicio, un sirviente anuncia la muerte del príncipe siciliano, Mamilio. Hermíone, con la aflicción se desmaya y (aparentemente) muere. Es entonces cuando el rey de Sicilia entra por fin en razón, olvida sus celos y se avergüenza de su locura que ha provocado tanta desgracia. Por otro lado, Antígono (noble siciliano, esposo de Paulina) llega en barco a las "costas de Bohemia" (error geográfico al que antes aludía) con la niña de Leontes y Hermíone a la que han bautizado apropiadamente Perdita, la abandonan en un paraje deshabitado y cuando van a regresar, Antígono es atacado y muerto por un oso, y el barco con toda su tripulación se hunde en el mar. La niña, con sus ricos ropajes y una joya muy específica es salvada por un humilde pastor. Acto IV: han pasado dieciséis años, en Bohemia, Camilo y Políxenes espían disfrazados de pastores a Florisel, el príncipe heredero, quien se ha enamorado de una joven pastora (ignoran que, en realidad, es Perdita, la princesa siciliana). Tras comprobar el arrobado enamoramiento de los dos jóvenes, Políxenes se descubre como rey y prohíbe a su hijo lleva a cabo un matrimonio tan disparejo. Camilo, que quiere volver a su isla de origen, convence a Florisel y Perdita para que vayan a Sicilia donde serán bien recibidos. Acto V: en Sicilia, Leontes sigue lamentando que su locura de celos llevara a la muerte a Hermíone y a Mamilio. Arriba a la isla el barco con Florisel y Perdita, seguido de otro con Políxenes y Camilo. Se aclara todo: cómo Perdita es, en realidad, la princesa siciliana, la terrible muerte de Antígono y su tripulación... En la escena final, Paulina  presenta a Leontes una realista estatua de Hermíone, tan realista que ha envejecido los dieciséis años que han pasado desde su muerte y acaba cobrando vida. Leontes, conmovido por este supuesto milagro, pide perdón a Hermíone y a Políxenes, además de facilitar el matrimonio entre Florisel y Perdita, y, ya de paso, el de Paulina y Camilo.
 El romance Pandosto de Robert Greene termina con el suicidio de Leontes, que es omitido para buscar el fin feliz que requiere la obra por Shakespeare. Pero es evidente que tiene los ingredientes de un romance de temática pastoril, con sus amores, desamores, celos y final feliz. Sin duda, un intento de Shakespeare por reconciliarse con el público dándole una obra con mordiente suficiente (celos, locura, muerte, amor y desamor) pero con el final edulcorado que todos querían.