Cuarto concierto de la temporada de la OSCyL, esta vez dirigida por su batuta oficial, Thierry Fischer. A diferencia de la audición anterior, ayer no había ningún autor desconocido, ninguna pieza ignota, ninguna "música atonal" (perdón por el oxímoron) en el programa. A Dios sean gracias dadas.
La temporada pasada comenté que la OSCyL había tomado la loable decisión de representar las nueve sinfonías de Beethoven a lo largo de tres años. No puedo estar más de acuerdo con este tipo de resolución. Creo, espero no ofender a nadie, que para la ciudad de Valladolid o incluso todo el territorio de Castilla y León, se ha de programar obras conocidas y apreciadas por el gran público; las mil seiscientas, mil setecientas personas que nos juntamos dieciocho o diecinueve veces al año para disfrutar de un concierto de música sinfónica a orillas del Pisuerga nos deleitamos con las obras maestras de la música culta, desde la música antigua, pasando por el Barroco, el Clasicismo, el Romanticismo y las primeras últimas vanguardias (nótese que digo "primeras últimas vanguardias", no voy mucho más allá de, por ejemplo, Erik Satie), pero no creo que haya mucho público ansioso por escuchar lo que se haya compuesto en los últimos sesenta o setenta años, y muchísimo menos aún que quiera escuchar música atonal (¡qué fijación tengo con esa basura que llaman "música atonal"!). Quiero decir que, de nuevo no quiero ofender a nadie, no es éste un público que busque novedades no consolidadas por el tiempo, no es un público que busque descubrir en el auditorio a compositores ignotos, por el contrario, es un público conservador (quizá no sólo en lo musical) que busca recrearse en las grandes obras de todos los periodos que he citado antes. Estoy seguro de que se pueden programar veinte conciertos al año durante varios lustros sin llegar a repetir una sola obra. Bueno, pues eso, el concierto de ayer es ejemplo perfecto de una programación de calidad y por todos apreciada, nada menos que Beethoven y Chaikovski.
Y con esa espléndida resolución de interpretar las nueve sinfonías de Beethoven en tres temporadas, ayer tocó la Sinfonía nº 4 en Si bemol mayor, opus 60. Los musicólogos, es de todos sabido, dividen en tres grandes periodos la obra del Ludwig van Beethoven: temprano, medio o heroico, y tardío. Al primer periodo, época muy influenciada por el Clasicismo musical, por las sinfonías de Haydn, pertenecen las dos primeras sinfonías, además de varios conciertos para piano y doce sonatas. Ese periodo temprano es muy clasicista, con claridad en las melodías, una tonalidad muy marcada e incluso predecible (fíjate, la antítesis de la maldita música atonal de marras), entonaciones amables, nunca contrastantes, vamos la música que a uno lo reconcilia con la vida. En el periodo medio, que también llaman heroico, el fuerte carácter del compositor de Bonn comienza a hacerse patente: ahora sí hay melodías contrastantes entre los distintos movimientos, ahora hay bruscos cambios en las melodías, movimientos tempestuosos y enérgicos (de ahí lo de "heroico") contrastan con dulces adagios. Los historiadores recuerdan que en esa época el genial compositor estuvo aquejado de una sordera que debió agravar el carácter agrio al que tendía de forma natural. ¡Quién sabe a que se debía! Lo cierto es que si Beethoven no hubiese llegado a ese periodo, bien porque hubiera muerto tan joven como murió Mozart o bien porque su personalidad no se hubiese amargado tanto, la humanidad no hubiese disfrutado de la belleza sin par de la música beethoveniana. La Sinfonía nº 4, aun perteneciendo al periodo heroico, participa todavía de características de la etapa anterior, tanto es así, que el momento principal en el que se puede notar esa lucha, ese sufrimiento, esa tempestuosidad es en el primer movimiento, Adagio - Allegro vivace, con un tono lúgubre a la vez que pasional y trágica; el segundo movimiento, Adagio, y sobre todo el tercero, Scherzo, son mucho más joviales y alegres, menos "heroico " de lo que serán los movimientos de las sinfonías posteriores. De nuevo en el cuarto movimiento, Finale, se vuelve a un ritmo frenético, aunque la vivacidad y la jocosidad característica de toda la obra prevalece. Comparando con las ciento cuatro sinfonías de Haydn (¡ciento cuatro, por Dios!), las nueve sinfonías de Beethoven pueden parecer poca cosa, pero claro, ¡qué nueve sinfonías! Un servidor prefiere con gran diferencia la Sexta sinfonía, la Pastoral, que es un verdadero himno a la alegría de vivir, y la Novena, una verdadera obra maestra de la música culta de todos los tiempos, pero la Cuarta sinfonía es otra de esas pequeñas joyas que el bueno de Beethoven regaló a la posteridad para encontrar, cada vez que se escucha, otro motivo para seguir alentando.
Y, después del descanso, Chaikovski. Y Chaikovski nunca defrauda. He de reconocer que la Sinfonía Manfred en Si menor, opus 58 no es una de mis favoritas del gigante ruso, pero es que, claro, con obras como El lago de los cisnes, El cascanueces, Romeo y Julieta, el Primer concierto para piano, el Concierto para violín o Eugenio Onegin, alguna obra tendría que gustarme menos. Pero como digo, nunca defrauda. La Sinfonía Manfred es, como su nombre indica, una sinfonía, obvio, es decir, no es una ópera ni música escénica alguna, pero sí es una composición que pone música a una obra literaria, concretamente la obra de Lord Byron Manfredo, un poema dramático, en el que el inglés retrata a un ser atormentado, cargado con una culpa insoluble que habita en los Alpes; tan atormentado está que la única salida que tiene a su dolor es el suicidio. Para musicar ese poema, Chaikovski busca una música oscura, no podría ser de otro modo. En el primer movimiento, Lento lúgubre, se representa al protagonista vagando por las cumbres de los Alpes, en soledad y con la culpa que lo atenaza. El segundo, Vivace con spirito, es casi un scherzo, un baile, pero muy cargado de lirismo, no alegre ni optimista. El tercer movimiento, Pastorale, andante con moto, es el fragmento más bello de la obra, representa la vida sencilla y sin complicaciones que Manfred contempla en los valles alpinos, con sus campesinos dedicados a sus labores; contiene una melodía iniciada por el oboe al que se unen las cuerdas que es, francamente, una de esas genialidades que sólo Chaikovski pudo crear. Por último, el cuarto movimiento, Allegro con fuoco, acompaña el tremendo desenlace del poema; aquí Chaikovski pergeña una gran fuga orquestal que simula las hordas infernales que persiguen al protagonista. Preferencias aparte, la Sinfonía Manfred es otra gran obra del compositor ruso, aunque parece ser que él mismo, acerbo y amargo, llegó a declarar: "Sobre Manfred, puedo decir que es una obra repulsiva, y la odio profundamente, excepto por el primer movimiento", así que consideraba que era "demasiado pretenciosa". Bien es sabido que Piotr Chaikovski sufrió depresiones toda su vida, quizá esas injustas palabras fueran provocadas por un agudo ataque de abatimiento, pero lo cierto es que contiene pasajes que han quedado, una vez más como canónicas de la música culta del periodo Romántico. Desde un punto de vista personal, ser consciente del esfuerzo que supone para una orquesta sinfónica al completo (la OSCyL ayer, casi cien músicos) representar esta obra, llevándola a la excelencia interpretativa es un lujo que no me cansaré de alabar.